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viernes, 28 de diciembre de 2012

Las mejores películas de animación


El error suele ser de método: la animación no es ni una herramienta ni, como acostumbran tantas clasificaciones acomodaticias, un género. Imaginen un contenedor de piezas Lego: cada extracción puede dar pie a combinaciones insólitas y a imágenes fabulosas, aunque se trate de ladrillos de apariencia realista dotados de colores y aplicaciones ajenos a nuestro mundo. Un lugar mucho mejor, por tanto; una técnica adecuada como alfombra para todo tipo de juegos, apalabrados por mentes inocentes o adultas. Sin reglas, o cierta tendencia a romper el canon cinematográfico usual, que provocan, no obstante, encendidos debates teóricos: ¿qué es siquiera la animación? ¿Dónde colocar las intersecciones con la imagen real, con la motion capture, la stop motion, las marionetas? ¿Lapiceros y montañas de pliegos o bolígrafos de pantalla táctil? ¿No es el hombre, también, algo animado? Saltemos más allá de la fea coletilla ‘de dibujos’ y abordemos la ardua pero preciosa tarea de escoger las mejores películas de animación entre la ingente (y creciente) producción ofrecida en los últimos veinte años.

“Up” (Pete Docter, 2009): Uno de los argumentos en favor de la autonomía de la animación como medio expresivo antes que como categoría al uso fue la nominación alOscar® a la Mejor Película que consiguió Pixar por este largometraje; honor sólo compartido con “Toy Story 3” y “La bella y la bestia”. Y es que desde sus escalofriantes primeros minutos “Up” daba la vuelta a muchas cosas, y no sólo a las leyes de la gravedad con esa ilusoria y fantástica casa flotante. Para empezar, el clímax lacrimógeno tan sufrido por Disney se colocaba en una secuencia introductoria clave para el espectador adulto y lenitiva para los niños: ellos enseguida tragarían la amarga cucharada de ese matrimonio que crece entre alegrías y desventuras, sin que su percepción pueda captar todavía la gravedad de una muerte y pensando, en cambio, cuántas aventuras siguen después, entre pájaros multicolores, perros parlantes, abuelos graciosetes y un boy scout quejicoso. El perfecto álbum de cromos que nunca pasan de moda, con algunas esquinas levantadas por el paso del tiempo. Esos detalles, sobre cosas y personas ausentes, que sólo captarán los más maduros. Bajo una hermosa cubierta cinematográfica, el hecho narrativo inevitable: la mayor aventura es la que aporta el público al tender vínculos entre odiseas fascinantes que parecían inalcanzables y sus modestas vidas.

“El viaje de Chihiro” (Hayao Miyazaki, 2001): Lewis Carroll alimenta el descaro de los adultos asomados a un universo infantil ya todo borroso: así lo hizo Miyazaki, que vela por Studio Ghibli como un kodama; también Jan Svankmajer o el propio estudio Disney en una serie de cortometrajes que aunaron toda la libertaria imaginación ausente en la versión de Tim Burton. El folklore japonés se expandía sobre la estructura carrolliana de la niña separada de la familia e inmersa en una realidad paralela, o mental, o matemática, o cualquiera de las interpretaciones que admite este argumento universal, adscrito a la democracia de los fondos y las formas. No hacía falta ser un erudito en fantasmas, espíritus protectores y dragones de la imaginería nipona para captar la belleza inherente a este relato pintado con la ligereza y la inasible complejidad de una lluvia de dientes de león. Miyazaki siempre ha atraído mundos alternativos a éste, revelando el carácter único de lo corriente; pero con Chihiro renunció a todo referente —papá y mamá transformados en cerdos— antes de crear su fábula más heterodoxa, tocada por la ternura de unos ojos kawaii y la mirada perturbadora de criaturas (e ideas) mortíferas.

“WALL·E” (Andrew Stanton, 2008): Extraer expresividad de un robot de exoesqueleto geométrico y casi silente —salvo por sus tarareos de “Put on your Sunday clothes”, del musical “Hello Dolly” (Gene Kelly, 1969)— significaba que Pixar había estudiado a fondo las lecciones de Ghibli. Sin las muletillas disneyanas para conseguir ese propósito, como adjudicarle al androide una vocecilla que parlotea o manipular su anatomía de modo que adquiera una semblanza más antropomórfica, Walle era un montón de chatarra con corazón de planta delicada. Sus deudas de diseño con “Cortocircuito” (John Badham, 1986) —y de algunas escenas de conformación de identidad—, no pasaron inadvertidas a espectadores con morriña, pero el proyecto se propulsaba mucho más alto. Barrer las estrellas con los dedos, el sueño imposible, era una alegoría de la técnica, fundamentada en un objetivo primario: el conflicto de la película pasaba por ir sumando recursos cinematográficos a un panorama pobre, en cuanto a Tierra convertida en vertedero sideral y en cuanto al largo tramo de pantomima que intercambian Walle, su cucaracha y la aerodinámica Eva. La complejidad creciente, sin embargo, revelaba una base muy sencilla, pues lo que todos los personajes pelean por conservar es un delicado brote de vida verde. El germen, en definitiva, de toda buena historia, esté equipada o no con un armazón de plástico y comandos digitales último modelo.

“El ilusionista” (Sylvain Chomet, 2010): El francés Sylvain Chomet consiguió desviar las monotonías de la animación más mercantilista con “Bienvenidos a Belleville”  (2002), que le reportaría una nominación al Oscar®, armando ruido en territorio enemigo. Pero, y a pesar de la polémica que generó adaptar mediante estas técnicas un guion inaudito del brillante cómico Jacques Tati, este relato sobre un mago y una joven solitaria ganaba en hondura y en exquisitez formal. Ambientadas en la lluviosa Escocia, las secuencias de la película se engarzan unas a otras como los goterones de una buhardilla destartalada que encierra un encanto apartado de los criterios de vendedor inmobiliario. Este ilusionista por cuyos espectáculos ya nadie quiere pagar descubre que la magia no sólo está fuera de sitio en la realidad, sino que el mejor truco posible es el de la desaparición paulatina. También cuando, por ayudar a esa chica desvalida en la que halla un alma recíproca y el parecido con una hija que dejó atrás —ecos con la biografía del propio Tati—, sepa que el mejor mago es el que pasa desapercibido: una vez concluida la metamorfosis —el momento en que la joven consigue el vestido y los complementos que admira a través de los escaparates— toca retirarse para que el público aplauda la maravilla y no al hacedor del milagro. ¿Acaso alguien recuerda su nombre? En poética alusión, ni siquiera lo tenía…

“Los mundos de Coraline” (Henry Selick, 2009): El genio de Henry Selick comenzó siendo camuflado por el nombre ascendente de Tim Burton, quien aportara gran parte de los diseños para “Pesadilla antes de Navidad” y cuyo apellido fue resaltado en la promoción a bombo y platillo por el estudio Disney. Sucesivos proyectos, menos convincentes para el gran público por esa falta de notoriedad de un Selick casi anónimo, aumentaron la apuesta de alguien bravo y anticonvencional en terreno animado: desde “James y el melocotón gigante” (1996) hasta esta adaptación de una novela corta de Neil Gaiman, pasando por experimentos retro como las animaciones para “Life aquatic” (Wes Anderson, 200), Selick ha sabido manejarse en un entorno de pesadilla bienvenida; no por eso más amable. Gaiman comenzó a escribir esta historia para su hija pequeña, a raíz de unas fantasías narradas por ella. Y el material, aunque muy adecuado a la caligrafía de Gaiman —como su posterior “El libro del cementerio” —, parece de entrada poco apropiado para un público infantil. La niña que, cual Alicia, se cuela por una puertecita de acceso a un mundo en el que todo parece mejor, donde se cenan platos deliciosos, los ratones bailan en coreografías muy bien orquestadas y puedes llevar botas de agua amarillas. La niña que debe decidir si vende sus ojos a cambio de esa felicidad aparente. Como los cuentos grabados a fuego en la niñez, una parábola sobre la brusquedad del crecimiento y una loquísima fantasmagoría con humor y toques subversivos.

“Ponyo en el acantilado” (Hayao Miyazaki, 2008): Lo que Miyazaki probó con “Alicia en el País de las Maravillas” volvió a ser aplicado a partir de “La sirenita”, el famoso cuento de Hans Christian Andersen. El rastro de la versión Disney apartado de un coletazo: Ponyo es una princesa subacuática con forma de ambiguo pececillo rosa que adopta la apariencia de una niña, objeto de interés para otro niño local de la costa. La amistad que se desarrolla entre ambos da lugar a una de las historias más puras de Studio Ghibli, y halla réplica en ese trazo simple, que se inspira en la síntesis formal de los dibujos de nevera infantiles, empleado para fondos y personajes. El peso dramático también estaba allí: sin necesidad de rendirse a la lágrima fácil o a la brutalidad de la narración original, el relato de Ponyo oleaba en direcciones contrapuestas, aludiendo con finura a temas familiares graves y a la perpetua huida de una responsabilidad que, tarde o temprano, terminará imponiéndose en la vida. Simpático retrato de parvulario al mismo tiempo que certera visión sobre la inestabilidad de los sueños de infancia enfrentados a la ira de los adultos. Pero junto al acantilado, el verano siempre vence.

“Fantástico Sr. Fox” (Wes Anderson, 2009): Tal vez las mejores películas de animación basadas en textos infantiles suceden cuando el resultado final acaba apartándose de manera notable de ese referente. Así acontece en historias comentadas más arriba; también en la asociación del cineasta Wes Anderson con el universo inquietante y optimista de Roald Dahl. En su novelita “El Superzorro”, Dahl construyó un alegato por la naturaleza salvaje y por la convivencia entre el desarrollo urbano y las costumbres del campo. Anderson, sin obviar por completo esa lectura, la llevaba a su propio campo de juego con transfiguraciones animales de sus personajes habituales. Zorros, tejones, comadrejas, conejos y topos bravucones, ofendidos, neuróticos, acomplejados o pasivos —todos con voces portentosas—; un filón de psicoanalista zoológico y un excelente cambio de registro para un director que mantiene, a pesar de todo, sus guiños inconfundibles. Este microuniverso extravagante trajo consigo una nueva ruptura de los conceptos ‘para adultos’ y ‘para niños’, al que aportaba muchísimo la técnica de animación de Mark Gustafson, pretendidamente amorfa y con olor a naftalina.

“Toy story” (John Lasseter, 1995), “Toy story 2” (Lasseter, 1999) y “Toy story 3” (Lee Unkrich, 2010): ¿Qué película rechazar del catálogo de Pixar? Aun mediando preferencias y debilidades personales, todas ellas aprueban con nota bien alta la renovación de la industria animada entendida como un enfoque y no un modo de hacer cine. La historia empezó en un cuarto infantil lleno de juguetes, quizá el escenario que reúne todas las esencias de la casa de John Lasseter. Y desde su acta fundacional con el cowboy Woody y Buzz Lightyear como perfecta buddy couple, de vez en cuando el estudio ha regresado a las peripecias de esa pandilla de muñecos y peluches de diversos materiales, añadiéndoles nuevas texturas, niveles de detallismo increíble y giros dramáticos que han tratado la trilogía con la inteligencia que merece, en vez de seguir una estela de escalada en el chiste, a cada nueva entrega más burdo y referencial. “Toy Story 3” supuso, además, un canto de cisne inusitado, que unía el principio y el final de la saga en ese estampado de nubes sobre cielo azul, como una promesa de sueños perpetuos. Aparte, dos cortos: el de Barbie y Ken de vacaciones por Hawai y el superior de los muñecos de franquicia fast food, proyectado junto a “Los Muppets” (James Bobin, 2011).

“Pesadilla antes de Navidad” (Henry Selick, 1993): Varios acompañantes adultos salieron asustados de las primeras proyecciones: ¿era lícito que la empresa Disney estampara su sello sobre una historia tan macabra? Las herencias del expresionismo alemán y del folklore mexicano marcaron los moldes de Tim Burton para ese mundo de Halloween que, no contento con su fecha de celebración anual, extiende sus calabazas de dulces hacia otros parajes festivos como las navidades. Jack Skellington tiene ya más de figura pop, presente en toda clase de merchandising, que de personaje atribulado y cantarín. Las canciones de Danny Elfman sentaron las bases de un musical animado diferente, en el que la profundidad emocional podía depositarse en almas rotas, recosidas, desmembradas o directamente malévolas. Imágenes tan desconcertantes para una mirada infantil, como el dedo que levanta la tapa de la cabeza para rascar un cerebro o el hombre del saco que vibra por su interior de gusanos e insectos, contribuyeron a que las pesadillas pudieran ser algo sumamente divertido y rítmico, recuperado sólo en parte en “La novia cadáver” (Burton, 2005).

“La bella y la bestia” (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991): Tras el relanzamiento que supuso “La sirenita” (Ron Clements John Musker, 1989) para la casa Disney, el prestigio se recuperó de modo rotundo con la nominación al Oscar® a la Mejor Película conseguida por esta historia, la primera de animación en incluirse dentro de esa (por aquel entonces más) reducida categoría. Partitura de excepción firmada por Alan Menken, una de las nuevas colaboraciones de confianza de la empresa, recuperación de un cuento de hadas oscuro de Madame Leprince de Beaumont —siguiendo el sendero abierto por la versión de acción real de Jean Cocteau— y confirmación de la nueva dinastía de princesas Disney con esa Bella aguerrida y benévola. La película bordeaba toda connotación sexual y zoofílica, pero tampoco se ahorró el oscurantismo del ala prohibida y de los cabreos mayúsculos de la Bestia, todo un prodigio de diseño que alcanzaría su máxima revolución animada en la escena del baile. Aunque desde el propio estudio defienden que hay otras cintas mejor dibujadas que ésta —como “Aladdín” (Clements y Musker, 1992)—, no niegan que el éxito popular y crítico de la película, restrenada en 3D en 2010, se mantiene gracias a su perfecta combinación de hálito clásico y una óptica más desinhibida y moderna.

“El secreto de Kells” (Tomm Moore y Nora Twomey, 2010): El libro de Kells, expuesto en el Trinity College de Dublín, es un evangeliario valioso por su delicada decoración de miniaturas, ilustraciones y letras capitales, todas ellas sembradas de tonalidades brillantes y únicas, referencias a lo católico y lo celta, y formas zoomórficas y fantásticas a cada cual más intrincada. Que la estética de una película se inspire en esas virtudes parece una apuesta arriesgada que, en pleno siglo de James Cameron como revolucionario de la animación con su “Avatar” (2009), constituyó una pequeña sorpresa. El aspirante a monje Brendan, sus ancianos mentores, una gata y un espíritu del bosque que puede adquirir forma de niña o de lobo ocupaban una acción pausada y ciertamente melancólica, quizá como contraste con ese mundo del dibujo colorista que Brendan va aprendiendo entre manuscritos y rincones del bosque. Un trazo basculante entre lo rectilíneo y lo curvo, fondos pictóricos a modo de transición y una rica paleta de detalles para un relato muy frágil sobre el sacrificio del individuo por una obra de orden mayor.

“Ghost in the shell” (Mamoru Oshii, 1994): “Final fantasy: La fuerza interior”  (Hironobu Sakaguchi y Motonori Sakakibara, 2001) se propuso marcar un punto de inflexión en el territorio fronterizo de la animación para adultos y los adelantos digitales que, con el tiempo, permitirían prescindir de actores reales. El debate que James Cameron conseguiría encender con más virulencia unos años después, con “Final Fantasy” se quedó en agua de borrajas, y demostró que el mejor anime mantenía sus trazas de siempre. Bien en la accesibilidad de Studio Ghibli, bien en ejemplos de sagas para adultos cargadas del poderío visual y quimérico de un panorama fantástico para niños. El manga de Masamune Shirow se trasladó en esta primera entrega de una larga franquicia, que acompaña a cyborgs policías y hackers en uno de los paisajes urbanitas y postapocalípticos —¿o preapocalípticos?— tan queridos por los mejores relatos de catastrofismo nipón. La filosofía de un Philip K. Dick y la sincronía estética de un mundo sin nada amable, obligado a mostrar su belleza en turbadoras conexiones de máquina y carne, a lo Cronenberg. O el susurro, apagado y casi ininteligible, del espíritu que quizá habite en el interior de las carcasas de replicantes perfectos.

“Wallace y Gromit: La maldición de las verduras” (Nick Park y Steve Box, 2005): La Aardman se estrenó en el largo con “Evasión en la granja” (Nick Park y Peter Lord, 2000), pero uno de los emblemas de la casa, el torpe Wallace y su perro Gromit, pasaron del mundo de los cortometrajes premiadísimos a la historia de gran recorrido con esta imaginativa y descacharrante revisión del mito del licántropo. Corría el peligro de sufrir un estiramiento innecesario de escenas acostumbradas a ser más breves, pero se mantuvieron los rasgos típicos —los estrafalarios inventos de Wallace y las actitudes y tropiezos de ambos protagonistas— en un divertido escenario: la parodia de los suburbios de campiña británica y de la obsesión del inglés por los concursos locales de belleza botánica. El diseño de los personajes añadía nuevas invenciones al universo Aardman, dotado de un preciso reparto de voces —se podía escuchar a los muy britishHelena Bonham Carter Ralph Fiennes—, y mantenía el carácter anecdótico de esas criaturas de plastilina increíblemente móviles, aún marcadas por las huellas dactilares de sus creadores.

“Porco Rosso” (Hayao Miyazaki, 1992): No es de las cintas más recordadas de Miyazaki entre espectadores subidos al carro de Ghibli desde Chihiro o “El castillo ambulante” (2004), y no por falta de méritos. Porco Rosso es un cerdo aviador, tal cual suena, en un mundo de competiciones a caballo entre El Barón Rojo y Pierre Nodoyuna, con ecos de la mejor comedia clásica de aventuras y del romance hollywoodiense conservado en fotografías en blanco y negro. El misterio de Porco Rosso es doble: ¿era un hombre antes de ser transfigurado en puerco? ¿Qué clase de maldición provocó ese cambio? ¿De dónde viene, adónde va? Preguntas marujiles que esconden la cuestión de los cien mil yenes: ¿qué pretendía contar Miyazaki con este héroe porcino que derriba piratas sobre el Adriático? Seguramente la fantasía elevada a rango de ilusión sin sentido: en los mundos de Miyazaki, donde todo es posible, cualquier adulto podrá decir que algo no sucederá hasta que los cerdos vuelen… y que un niño le señale esta prueba indiscutible de que eso ya es cierto.

“Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio” (Steven Spielberg, 2011): Una idea que despertaba cero camaraderías entre cinéfilos y fans de los tebeos de Hergé, que Spielberg y Peter Jackson optaran por la motion capture para dar vida tridimensional a Tintín, dio un vuelco en las previsiones. Lo que en el teaser dio dentera en la película completa se reveló como excelso pasatiempo para todos los públicos, pleno de confianza en los recursos y el pulso narrativo de las cintas de antaño. Y sin miedo por la metalingüística —esa conversación entre Tintín y un Hergé caricaturista— ni por aprovechar la falsedad de la técnica de captura de movimiento en secuencias de barridos imposibles y transiciones fabulosas. Podía despertar el rechazo de los incondicionales de las viñetas, debido a la incorporación de numerosas licencias argumentales y la distorsión de algunos personajes —que el capitán Haddock admirase a la Castafiore o que recurriera al chiste fácil del eructo etílico para salvar una situación de emergencia—. En contrapartida, un detallismo apabullante, interpretaciones convincentes, una danza de flashbacks para las antologías y, nada más y nada menos, que una broma zoofílica.

“La princesa Mononoke” (Hayao Miyazaki, 1997): Las apologías de la naturaleza siempre han tenido un lugar destacado en la filmografía de Miyazaki, pero nunca se habían presentado bajo un tono tan incendiario como éste. Una leyenda atípica, en discurso y formas, para ese cambio de siglo a punto de producirse. La batalla entre hombres y animales, con dioses míticos como mediadores, poseía toda la lírica de Ghibli, servida en una reconstrucción soñadora del bosque como escenario para templos y ejércitos. Notas perturbadoras, aquéllas que desafinan con sangre, heridas y putrefacciones, manchaban a esa princesa anti-Disney, que ataca conceptos machistas sin defender un feminismo hueco y acusado. Las elevadas pretensiones de la obra, que parece responder a la última inquietud de un Miyazaki que teme no haberse demostrado todo lo adulto que en realidad siempre ha sido, derivaron en un metraje demasiado largo. No por ello se resiente la fluidez del conjunto, más poderoso por mostrar el envés áspero y tenebroso de sus fábulas aparentemente infantiles, ya anunciado en “Nausicaa del valle del viento” (1984).

“Ratatouille” (Brad Bird, 2007): La regla maestra de los lugares comunes elaborada porHitchcock tenía una buena expresión en los ingredientes de este plato francés: alta cocina, calles parisinas, fondos con la Torre Eiffel iluminada. Tópicos ineludibles si se plantea un choque de frente: lo idílico de Francia retratado desde el punto de vista de una rata con aspiraciones de chef que se oculta tras un pinche pelele, con el propósito de triunfar entre los fogones. Un planteamiento absurdo que bajo la batuta de Pixar conseguía parecer naturalista y basarse en un humor alegre y chispeante, sin recurrir a la salida fácil de una contraposición entre lo asqueroso del animal y lo límpido de las cocinas. Además, la película tomaba un camino sorprendente como alegato a favor de la sencillez, de lo instintivo; del recuerdo más ligero como alimento del presente, por encima de las recetas costosas y elaboradas que predominan en las trastiendas de los restaurantes y de los estudios de animación.

“El rey león” (Rob Minkoff y Roger Allers, 1994): Corrieron ríos de sangre a propósito de esta atípica muestra en la nueva trayectoria disneyana: que si “Hamlet” no era el mejor referente para una cinta infantil; que si los animadores incluyeron citas veladas a motivos eróticos; que si plagió un anime también protagonizado por leones parlantes y con algunos planos idénticos… Fueran ciertos o no todos esos argumentos, y más, la película se convirtió en favorita de muchos y puso de moda invitar a cantantes famosos para las bandas sonoras, después del triunfo estelar de Elton John —quien repetiría en“Gnomeo y Julieta” (Kelly Asbury, 2011)— para las baladas y los números marchosos de este musical africano, luego adaptado a los escenarios de Broadway. El clasicismo de la casa —la pérdida dramática de un personaje clave— y la pátina ultramoderna del trazo firme y los colores terrosos de la sabana para una historia muy bien dibujada, de secundarios muy celebrados y un desarrollo melodramático que tuvo, como casi todos los exitazos Disney, innecesarias secuelas.

“Persépolis” (Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, 2007): El artista entra a controlar la adaptación de la obra bien porque ejercer determinado control sobre la estética volcada en papel, bien porque el tema hilvanado entre las páginas sea especialmente delicado. Marjane Satrapi, autora de la novela gráfica original, consiguió ambos fines: la bidimensionalidad de viñeta adquiría movimiento sin mayor fanfarria animada, y se mantenía el tono abierto sobre aspectos tabúes de la cultura iraní y la religión islámica. Y se sumó el tanto de una repercusión comercial que el libro por sí solo no habría conseguido entre tantos sectores de población. La película fue un boca-oreja en círculos minoritarios, fascinados por el descaro de Marjane, esa niña que crece con la libertad ennegrecida por el velo islámico y que ya de adolescente descubre los bienes y valores prohibidos de Europa. Junto a los prejuicios y los ceños fruncidos. Catherine Deneuve, en el reparto de voces original, aportaba el grado de elegancia extra que ya de por sí tenía esta animación tan revolucionaria que ni siquiera necesitaba colores para subrayarlo.

“Arrugas” (Ignacio Ferreras, 2011): Paco Roca ha conseguido una carrera espléndida en el cómic español de los últimos años, ofreciendo periódicamente atisbos de un mundo apenas coloreado pero siempre suscrito a perspectivas mágicas de lo cotidiano. La enfermedad de su padre le inspiró esta historia de ancianos que lidian con la soledad del geriátrico y el olvido del Alzheimer, al margen de tratamientos de excesiva carga lacrimógena o jerga de hospital. Insuflar dignidad no ya a los personajes y a todas las personas reales que representan, sino a la temática de la vejez, que debería tomarse como una ambientación anecdótica antes que como motivo central de cualquier acción. Por desgracia, las dificultades de la tercera edad son ineludibles en Occidente, con su culto a lo joven y desechable, de modo que tanto el cómic como la película resultaron pertinentes y totalmente compatibles el uno con la otra. El Goya a la Mejor Película de Animación premió esa voluntad cariñosa de acercar una temática compleja a la estética limpia y virtuosa de lo que suele quedar reservado a narraciones amables e infantiles.

“A scanner darkly” (Richard Linklater, 2006): Resumido, el Rotoshop permite convertir fotogramas rodados de modo convencional en viñetas animadas. Linklater ya había probado la técnica en “Waking life” (2001), si bien esa apariencia acartonada, de realidad en perpetua secuencia onírica, se correspondió con total energía en esta novela de Philip K. Dick. Mediada por reminiscencias autobiográficas, la historia contemplaba el submundo de las drogas de diseño e incluía un hide and seek de identidades policiacas. El director, proclive al diálogo, impuso un ritmo distinto a la media de la ciencia ficción de bases literarias, y supo rodear los abismos de la autocontemplación y la pedantería filosófica que también suele inspirar esta clase de materiales. Contando con su equipo de actores de confianza, transformados en trazos temblorosos, Linklater demostró que lo animado podía funcionar como luminosa revelación de un mundo paralelo, en el que lo futurista halla buen aliado en apariencias anticuadas.

“El gigante de hierro” (Brad Bird, 1999): ¿Qué niño no ha imaginado tener un robot colosal como mejor amigo? La fantasía que después Michael Bay elevaría a la enésima potencia fue primero una ensoñación del poeta Ted Hughes y más tarde un nostálgico canto a una época y una ciencia ficción pasadas, elaborado por un Bird pre-Pixar. La película funciona como primera estación en el género para pequeños espectadores y poseía todos los rasgos de una buena aventura Amblin pasada por el tamiz de la animación efectiva y discreta: el niño inadaptado, la madre recelosa pero comprensiva, el alien mecánico que se estrella en el jardín trasero y propicia una serie de ocultamientos y persecuciones con el gobierno de Estados Unidos pisándoles los talones. Y con la sutileza propia de una producción Ghibli, el mensaje pacifista: que un arma de destrucción masiva se convierta en aliado de travesuras de un chaval de nueve años rompe una lanza en favor de la convivencia de términos opuestos, también de la animación y la ci-fi como compañeros capaces del relato adulto y de la pirotecnia imaginativa y sensible —obviando fallidos experimentos intermedios, como “Titán A.E.”(Don Bluth y Gary Goldman, 2000) o “Atlantis: El imperio perdido” (Gary Trousdale y Kirk Wise, 2001)—.

“Steamboy” (Katsuhiro Ohtomo, 2004): El steampunk se ha confirmado como una de las estéticas preferidas del anime y de la cultura japonesa, fascinada por la Inglaterra victoriana. Y aunque se advierten elementos cercanos a ese subgénero fantástico en películas no puramente steampunk —caso de “El castillo ambulante”— o en otros esmerados coqueteos con sus códigos —la serie de “Sherlock Holmes” (1984-1985) ideada por Miyazaki—, la declaración más evidente se produjo en esta aventura de Ohtomo, artífice de referentes catedralicios como “Akira” (1988) o “Metrópolis”  (2001). La carga de violencia y subversión se calmó al mismo tiempo que se suavizaban los contornos de un relato propio de cualquier chico que soñaba con Julio Verne. El steamboy del título, un joven inventor, se veía envuelto en trapicheos de energías nuevas y destructivas, todo arropado por esa estimulante combinación de encajes y explosiones entre estructuras de filigrana metálica y un fantasioso arsenal al servicio de misterios próximos, pero menos inocentes, a un Profesor Layton.

“Bolt” (Chris Williams y Byron Howard, 2008): Un perro consiguió un doblete imposible: llevar la serie “24″ (2001-2010), aun de manera indirecta, a la gran pantalla con todo el nervio y una brevedad digna de elogio y en armonía con el espíritu de la serie. Por otro lado, también ofrecer un discurso sobre los límites entre realidad y ficción mucho mejor elaborado y escondido en los vaivenes de una trama de acción que cualquier película ‘para adultos’. Bolt cree ser el Rintintín que le han adjudicado como papel en un gran estudio desde que era sólo un cachorro; su dueña y compañera de reparto, un hámster obeso, una gata cínica y unas cuantas palomas descerebradas irán despejándole el camino de obstáculos menores antes de enfrentarse al mayor de todos: tal vez uno deba decidir quién es, con independencia de que las marcas impuestas por otros resulten ser meros tatuajes de pega. La adrenalina Pixar se sumaba al ternurismo Disney en una producción híbrida muy estimable y generosa en guiños televisivos y en transformar las voces de unos actores venidos a menos —John Travolta Miley Cyrus— en precisas representaciones de la cercanía del éxito al fraude.
 
“Kung Fu Panda” (John Wayne Stevenson y Mark Osborne, 2008): La contraposición de rasgos encontrados siempre ha funcionado como fórmula cómica. El oso panda con muchos kilos de más que anhela convertirse en ídolo del kung fu responde a esa estructura de partida, que poco a poco iba creciendo, como esos escalones del templo por los que Po, el protagonista, debe ascender si quiere contemplar el espectáculo de los Cinco Furiosos. Una panda de bichos superdotados para las artes marciales y que cuentan con la guía espiritual de un diminuto sabio, pariente lejano de Yoda, además del archienemigo de rigor, sibilino, de ojos color azufre y con mucho menos sentido del humor que un Shere Khan. Los conocidos procesos de entusiasmo del héroe, período de entrenamiento, puesta a prueba y demostración de capacidades insospechadas adquirían una vitalidad nueva gracias a la parodia del género y a un plantel de voces escogido con tiento, entre las que se escuchaba a Jack BlackDustin HoffmanAngelina Jolie Jackie Chan. Aparte de continuaciones que fueron directas a vídeo, la película tuvo una secuela en 2011 que optó por la senda más trillada de los orígenes ocultos del héroe.

“Horton” (Jimmy Hayward y Steve Martino, 2008): Puede suceder que un universo de enorme capacidad expresiva y plástica no encuentre equivalentes a la altura en el medio cinematgráfico; ése parece el caso del Dr. Seuss, escritor de libros infantiles que tuvo pobres adaptaciones de acción real en “El Grinch” (Ron Howard, 2000) y “El Gato”(Bo Welch, 2003). Tras la desaparición del animador Chuck Jones, quien consiguiera una brillante versión del cuento del Grinch en 1966, “Horton”, sin ser sobresaliente, devolvió esperanzas a las posibilidades audiovisuales de Seuss. Así destacaron el respeto por la estructura narrativa de rima, por los personajes ingenuos pero determinados, y por la fábula constructiva oculta tras un universo completamente nuevo.Jim Carrey Steve Carell doblaron brillantemente a ese elefante miedica y al cabecilla de un microuniverso de seres, los Who, que habitan en una mota de polvo, en continuo peligro de desaparición. El diseño de las páginas de Seuss cobraba vida jubilosa y, como un poemilla, pasaba rápido y dejaba la sonrisa de lo sencillo que esconde, sin embargo, toda una batería de imaginación y buenos valores.

“Shrek” (Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001): Si algo consiguió el ogro verde metido a héroe por error y casualidad fue poner de moda el humor por descontextualización, o la comedia basada en incluir referentes al mundo contemporáneo en ambientes pasados. El anacronismo bañado en sarcasmo y pedorretas gustó a muchísimo público y propició otras tres secuelas, un spin off, especiales televisivos y varias imitadoras que comenzaron a apostar por la misma clase de risa. La película pretendía, apoyándose en un cuento, dar la vuelta a los tópicos del relato de hadas y de la factoría Disney, si bien incurriendo en la mofa fácil y mostrando como defensa un apartado de animación bastante feo y torpe. Los dobladores de los protagonistas, Mike Myers Eddie Murphy en la versión original y el ex dúo Cruz y Raya en la castellana, contribuyen a esa consideración de la saga Shrek como una cantera de chistes en teoría irrespetuosos, aunque el desarrollo y las conclusiones de cada nueva entrega terminaran mostrando los recursos que en principio se estaban criticando. Verde pimiento, verde limo y verde envidia de todas las demás franquicias que no alcanzaron el mismo éxito.

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