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jueves, 30 de octubre de 2014

El mundo no se acaba en Sartre y Camus


Tras el declive que siguió al existencialismo y el 'nouveau roman', hoy una generación con estilo punzante e ironía subyacente ha revertido las burlas hacia la literatura francesa

http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/23/babelia/1414076127_004951.html
La novelista Annie Ernaux, retratada en la sede parisiense de la editorial Gallimard. / Daniel Mordzinski

En Casa Tomada de Julio Cortázar, el narrador confiesa que a veces, interrumpiendo su vida de recluso, iba a dar una vuelta por las librerías y "preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina". Hasta hace pocos años, este juicio sepulcral, que Cortázar entendió como irónico, fue sentido como válido en Argentina, en España y en gran parte del mundo literario. A partir del mitigado escándalo producido por la obra (y vida) de Louis-Ferdinand Céline, quien fue probablemente el novelista más importante de toda la literatura moderna, y después de los existencialistas, la presencia de autores de lengua francesa como Nathalie Sarraute, Marguerite Yourcenar, Michel Tournier en la segunda mitad del siglo veinte no alteró fundamentalmente la opinión de los lectores más allá de los confines de su idioma. Ni siquiera el éxito internacional de Marguerite Duras con El amante, ni los premios Nobel otorgados a Claude Simon en 1985 y a Le Clézio en 2008, alentaron el reconocimiento de esa literatura como "valiosa". Borges y Bioy se burlaron ferozmente del nouveau roman en sus Crónicas de Bustos Domecq y Mavis Gallant condenó el engagement politique de sus autores preguntándose si Hiroshima mon amour no se hubiese vendido más si Duras le hubiese puesto como título Auschwitz mon chou.
Ninguna literatura es unánime: cada autor, cada libro, define una visión del mundo íntima y particular que refleja y altera las otras. Si bien la literatura francesa fue sentida durante mucho tiempo como vanamente experimental (Robbe-Grillet), o vanamente introspectiva (Emmanuel Bove), estos ejemplos coexistieron con obras mayores como las de Michel Tournier o Georges Perec cuyo mérito no es la sorpresa o el escándalo, sino el estilo y la imaginación poética. Tales calidades, sin embargo, no bastaron para conceder un nuevo prestigio a la literatura francesa. "Leo novelas francesas para combatir el insomnio", declaró Philip Roth hace un par de años.
Ese prejuicio literario está cambiando (o ya cambió) gracias a una generación de escritores, ya no muy jóvenes, que empezó a escribir en las postrimerías del nouveau roman. Jean Rouaud, Annie Ernaux, Hervé Guibert, Jean Echenoz, Marie NDiaye, Emmanuel Carrère, el reciente premio Nobel Patrick Modiano y sobre todo Pascal Quignard (heredero del grand style de Diderot y Ernest Renan) se han impuesto en la consciencia de sus lectores extranjeros como ejemplos de ese algo válido, distinto, inteligente que constituye la nueva (por llamarla así) literatura francesa. Fenómenos aleatorios han ayudado al cambio: el entusiasmo de un público ingenuo por los balbuceos de Michel Houellebecq, convencido de que Camus había resucitado como un Hunter S. Thompson gabacho; la egocéntrica pornografía de Catherine Millet y sus imitadores; la popularidad de los sombreros y fáciles fantasías de Amélie Nothomb. Una causa más convincente, más duradera, del reciente prestigio de la literatura en lengua francesa es el reconocimiento de autores francófonos del mundo árabe como Assia Djebar, Tahar Ben Jelloun, Rachid Boudjedra, Amin Maalouf.
Una vez que el prestigio de una literatura ha sido establecido a través de un libro o un autor, como fue el caso de la literatura escandinava con Stieg Larsson y de la israelí con David Grossman, los lectores empiezan a reconocer (o creen reconocer) ciertas características que los incitan a buscar otros escritores del mismo grupo nacional. Las características de la nueva literatura francesa son quizás estas: un estilo literario cernido y punzante, una ironía subyacente, la crónica de historias de amor infructuoso, los paisajes extranjeros (Brasil, Venecia, Rusia) y, también, los todavía familiares (la banlieue de París, las ciudades de la provincia). Podríamos decir que la mayoría de éstas fueron también las características de la literatura de Balzac o de Simone de Beauvoir; es cierto, pero los autores franceses del siglo XXI parecen haber retomado esos rasgos consabidos y haberlos transformado en algo original, o al menos original a los ojos de sus lectores. Eso es lo importante, porque ningún escritor nace huérfano. Pierre Michon tiene una deuda más o menos secreta con Marcel Schwob, Patrick Deville con Blaise Cendrars, Maylis de Kerangal con Albert Londres.
Pero todo esto no es importante. Al fin y al cabo, hablar de la popularidad de una literatura nacional es hablar de conceptos imaginarios, categorías inventadas, lazos presumidos. No existe una literatura francesa como no existe una literatura española: tienen más en común Patrick Modiano y Javier Cercas que Patrick Modiano y Jean-Christophe Rufin, para comparar escritores interesados en revisitar imaginativamente momentos de la historia contemporánea. Pero si el prejuicio alienta a buscar a otros escritores quienes, por escribir en la misma lengua y tener el mismo pasaporte, se encuentran en el mismo anaquel con la misma etiqueta de “literatura francesa”, que así sea. Cualquier artimaña —un Premio Nobel o un voluminoso sombrero— que conduzca a un lector hacia un libro de Echenoz, de Michon, de Quignard, merece nuestra entusiasta aprobación.

'Vida inteligente', de Los Enemigos



Un tratado sobre la indignación civilizada

http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/24/babelia/1414158307_385547.html
Reconocieron que lo dejaron porque estaban aburridos y ahora vuelven con ganas de guerra. Han tenido que pasar 15 años para que la banda señera de Malasaña se vuelva a meter en un estudio de grabación y publicar otro trabajo, aunque tardaron en despedirse un poco más con dos directos abrumadores como Obras escocidas (2001) y Obras escondidas (2002). Con su habitual fuerza instrumental, Los Enemigos ofrecen un álbum rebosante de las señas de identidad que les hicieron un grupo de culto: rock and roll visceral, sin medias tintas, con guitarras tensadas —gran labor de Fino (al bajo) y Manolo como antaño— y reflexiones existenciales potentes. Y mucha actitud. Vida inteligente es un tratado de conciencia social que no se pierde en el panfleto, pero sí incide en la indignación civilizada con composiciones como Gurú, Firme aquí, Hombre que calla o Café con sal, que están a la altura de su mejor cancionero. La voz de Josele, tras su más que plausible travesía en solitario, pega más fuerte que nunca, en ese tono descreído, socarrón y fiero como en Santos inocentes, pero también en un grado más amable como en Estrella fugaz. Los Enemigos siguen sonando a Los Enemigos, y eso es todavía decir mucho.
Los Enemigos. Vida inteligente. Alkilo Discos. Sale a la venta el 18 de noviembre.

Cuando Sorolla huía del óleo




Dos exposiciones rescatan los dibujos del artista valenciano con lápiz o carboncillo

Pintaba en cartas, en reversos de menús o en cuadernos


Dibujo de una barca en el que Sorolla hace un estudio del sobreado a base de líneas diagonales (1903-1904). / Museo Sorolla
Una libreta, un lápiz y una irrefrenable necesidad de plasmar lo que le rodeaba son los tres ingredientes que conforman la personalidad de dibujante de Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923). El artista valenciano, conocido por su faceta de pintor, de gran captador de la luz y de los ambientes al aire libre, tiene un vastísimo número de obras fruto del "dibujar, dibujar, dibujar y dibujar. Eso es todo". Ese era su principio artístico y el que aconsejaba a sus discípulos para "entrenar la mano", como se observa en la correspondencia que les dirigía. A sus más de 4.000 óleos hay que sumarle casi 9.000 dibujos, de los cuales la mayoría están repartidos entre el Museo Sorolla —que fue la casa familiar del pintor— y colecciones particulares —sobre todo de sus descendientes—.
Al dibujo como manifestación artística no se le ha dado relevancia hasta las últimas décadas. En el caso de los realizados por Sorolla, quedaron relegados por la obra pictórica. Toda su producción en óleo y en carboncillo se construyen en paralelo, evolucionan juntas tanto en técnica como en temática. Sus dibujos no son preparatorios, salvo excepciones, son obras de arte en sí mismas. Obras que realiza a cada momento y en cualquier lugar. No requieren de más logística que llevar un pequeño cuaderno y un lápiz o carboncillo; rara vez usaba el color. El trazo es ágil y rápido, como lo es la pincelada en los lienzos, perfecto para captar las escenas de playa: los niños en la orilla, los bueyes tirando de las barcas, las pescadoras a la espera. Escenas naturalistas, repletas de la misma luminosidad que llena sus óleos. Los tonos blancos aplicados con el clarión son los reflejos. Las sombras las representa con rayas paralelas, lo demás lo rellena la pupila del espectador. Su dominio de la técnica es tal que plasma algo tan inapresable como es la luz.
Es fácil imaginarse a Sorolla en mitad de una de esas escenas playeras cotidianas, ya sea en Valencia, con un ambiente distendido, informal y costumbrista, o en las playas del Norte, más elegantes. No importa el lugar, dibujaba de forma compulsiva, en sus cuadernos —de los que se conservan bastantes— o sobre cualquier soporte. Son abundantes las cartas que llevan dibujos y llamativos los que realizaba en los reversos de los menús (hay 24 expuestos en Madrid en la muestra Sorolla y Estados Unidos). El dibujo urbano es un tema recurrente desde sus viajes a París —el primero fue en 1885—. Cuando no está en casa pasa mucho tiempo en cafeterías y allí dibuja lo que ve. Dibuja todo el tiempo. Analiza constantemente lo que le rodea desde un punto de vista estético y formal. Datar estas imágenes es tan sencillo como mirar el anverso del menú en el que ponía la fecha y se puede saber incluso lo que comía durante sus estancias en los hoteles Blackstone de Chicago y Savoy de Nueva York.
El pintor se autorretrata tal y como aparece su imagen en el reflejo de una cafetera durante un viaje en tren (1897). / Museo Sorolla
Le interesa y se fija en la moda femenina, es amplísimo el catálogo de sombreros que se puede encontrar entre su obra. Las cartas en las que comenta este tema con su esposa, Clotilde García, son innumerables, así como en las que le cuenta las compras que ha hecho para ella o para sus hijas. La importancia que le da Sorolla a su familia aparece en cada uno de sus actos: si no está en casa la correspondencia es constante, y cuando está les representa en cualquier formato. Es un gran retratista, pintó hasta a William Howard Taft, presidente de Estados Unidos de 1909 a 1913, o a Alfonso XIII (retrato del que se conservan los dibujos preparatorios en papel de estraza, de gran tamaño, similares al formato final del cuadro). Pero a los que retrató más veces tanto en pintura como en dibujo fue a su esposa y a sus tres hijos. Los dibujos familiares son los más cuidados, muchos dedicados a Clotilde, a la que representa de gala o en situaciones cotidianas, cosiendo o dando de comer a los niños —lo que llama los dibujos de papilla, han servido para fechar algunos de los cuadernos ya que coincide con los años de nacimiento de sus hijos—. La catalogación de los 4.985 dibujos de la colección del Museo Sorolla finalizada el pasado julio ha servido para confirmar, por ejemplo, un viaje del pintor a Berlín, del que se tenían noticias, pero no estaba comprobado. Los dibujos y las anotaciones en el tren sirvieron para corroborarlo.
En su ámbito familiar también se encuadran los dibujos de su casa, del diseño de su jardín. En ellos, como en todos, hace anotaciones de las flores que quiere plantar, o de los colores, o de la hora, lo que le indica la luz de la escena. En los preparatorios de los murales sobre la visión de España encargados para la Hispanic Society apuntaba los colores de los trajes. Es un animal visual.
La sensación de que Sorolla dibujaba sin cesar se plasma en su respuesta a Thomas R. Ybarra, periodista de la revista The World's Work: “¿Que cuándo pinto? Siempre. Estoy pintando ahora, mientras lo miro y hablo con usted”.
Trazos en la arena, exposición de dibujos de Sorolla en su casa-museo. General Martínez Campos, 37. Madrid. Hasta febrero de 2015.

Todos quieren vestirse como Sherlock


Pero no como el de los libros, sino como el de la serie de la BBC que ha convertido a su protagonista en todo un icono de estilo

Cedida
Cedida
Cuando sir Arthur Conan Doyle creó allá por el año 1887 a Sherlock Holmes seguro que no se esperaba la retahíla de consecuencias que le traería. El autor británico compuso a este personaje mítico, acompañado siempre por su inseparable Doctor Watson, con cuatro novelas y 56 relatos. Aunque la contribución pueda parecer pequeña -que no, todo lo contrario-, casi 130 años después, el detective más famoso de Reino Unido sigue tan vigente como a finales del siglo XIX. En esto, bien es cierto, no solo ha influído la literatura del escritor escocés. Sin que sirva de precedente, el cine y la televisión han contribuido, para bien, a la consolidación de esta figura en aquellas mentes más jóvenes que han caído rendidas a los pies del personaje y de su impecable armario.
Las recientes cintas del director Guy Ritchie con un Sherlock interpretado por Robert Downey Jr volvió a poner en el candelero al personaje. Ambientadas en el Londres de hace más de cien años, las tres películas lograron arrasar en taquilla, pero no consolidarlo como icono de estilo, un matiz que sí ha logrado la última serie que se ha sacado de la manga la BBC protagonizada por este peculiar personaje. Con Benedict Cumberbatch en la piel de Holmes, el detective se convirtió, sin quererlo, en referente de estilo para miles de hombres. Aunque el porte y la elegancia ya la traía el propio actor de casa, ese halo misterioso y la flema británica del personaje fueron los ingredientes que le elevaron a los altares de la moda masculina.
Y es que copiar al Sherlock de Benedict Cumberbatch no es complicado. Con un armario impecable por bandera, la clave es tirarse a los básicos de un referente de estilo que siempre funciona: el «british» -una de las tendencias estrella, junto al denim, el tricot y el paisley, de la nueva colección de hombre de El Corte Inglés-. Las americanas de cuadros con los tradicionales detalles en la solapa para el pañuelo -como esta de Emidio Tucci con coderas en distinto tejido-, el tweet, los tonos marrones y verdes -como en esta chaqueta de punto de Lloyd's-, las camisas de cuadros -como la de manga larga de Dustin-, así como los accesorios de inspiración college son alguno de los elementos clave para lograr un look con aires procedentes de las islas británicas.
Pero no solo inspirándose en Reino Unido se logra el impecable estilo del Sherlock de la pequeña pantalla. En la serie, Benedict Cumberbatch también es fiel a los trench y a las americanasdos de los imprescindibles de la colección masculina de El Corte Inglés junto a los vaqueros oil wash, las sudaderas, las parkas y las chaquetas de piel-.
Recorriendo las calles de la capital británica, el detective más famoso de la ciudad no podía obviar una prenda tan londinense como la gabardina. Aunque la originaria era larga y de color kaki, una renovación ha llevado a Benedict Cumberbatch ha decantarse por tonos más oscuros para darle ese aura de misterio que envuelve a toda la serie. Con estos mandamientos, la elección es clara: o una gabardina en color azul marino con el habitual cierre cruzado de botones y las tradicionales trabillas en hombros y puños de Hominen o una en negro un poco más alejada de los parámetros clásicos con cierre de botones oculto de G-Star Raw.
Pero como el Sherlock de Benedict Cumberbatch no es solo fiel a esta prenda tan británica, otro de los fijos en los armarios de los fans de esta serie tienen que ser las americanas y los blazers. El actor las luce como permanente sobretodo. Le dan un poco igual las circunstancias, y siempre apuesta por ella, sea cual sea la situación. Aunque él suele caminar sobre seguro jugándoselo al negro -como esta de Hominen con cierre de dos botones-, los más arriesgados pueden apostar por una de las estrellas de la temporada: las americanas de punto -como esta gris de Hominen- , la continuación de la clásica chaqueta de vestir.
Inspiración británica, gabardinas y americanas son las claves a las que hay que añadir una bufanda gris y una gorra para lograr el look completo, que no desentonarán entre las tendencias que dominan el armario masculino durante este otoño e invierno. Y, es que al final del día, todos quieren ser Sherlock y dedicarse a descifrar enrevesados misterios con el malvado Moriat pisándole los talones. Eso sí, sin perder un toque de su elegancia. «Elemental, querido Watson».

Contestación a un ultimatum


El conocimiento tienta
a las habladurías perdidas;
escarbo muy adentro,
sólo encuentro sacudidas.

No pasa nada, dicen,
yo tiemblo en lo alto
por algo sucedido,
ahora ya escapado.

Rompo el contacto
con barbaridades sucesivas,
me gusta tu ardor
como el picor de hormigas.

Ahora sé de lo que hablan,
corrompidos en su lengua
de noche clara,
para vivos cadáveres.

Fuimos delatados
por la traición mensajera,
y mueren nuestras argucias
en el perdón del suspiro.

Pretendes tomarme,
yo acabarme,
pensamiento suicida
para falsos días.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Camino de un buen puerto


 

Gracias a Pablo Neruda

Otra vida me mueve en el ritmo
que excita las ávidas raíces
de la ternura en la sangre
a escuchar entre los árboles
la canción del amor insomne.

Desde los ojos que se abren
al despertar precavido,
y se nos escapan los tristes líos
en la integración insolidaria
por la angustia restablecida.

Independencia de credos y consignas
que al respeto de la dignidad estética
hace ascuas en la palabra lírica
en este largo morir despedazado
que es el estar sin estar atrapado.

Al fin llega el día que esperamos
para que todos volvamos a la casa
donde la conversación a modo de animal
se despereza en carantoñas prometidas
en el tono amistoso del timbre cotidiano.

En lo sonoro llega la muerte
a despedazar llamas informes,
y es el frío más tieso
que una escoba de bruja en el aire
a escapar de sus solitarios pecados.

Las voces son vencidas en el día sin salario,
nadan ellas indecisas en aquel mar
para que la obstinación en los rostros
desespere los minutos perdidos
en la larga estancia desentonada.

 

Entonces el vahído cegador e informe
explota en mis entrañas
para quitar llantos embozados
a su dulce piel arremolinados
por la gracia que me acaba.