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jueves, 30 de noviembre de 2017

El enano ahorcado en 'El mago de Oz' y otras leyendas urbanas del cine


¿Rodó Kubrick la visita a la luna? Un libro recopila todas las falsas creencias en torno a los mayores clásicos del séptimo arte.

https://www.elespanol.com/cultura/cine/20161129/174483557_0.html
El perro y la mantequilla de Sorpresa Sorpresa, la muerte por sobredosis de Steve Urkel, Marilyn Monroe de paseo por Matalascañas… algo hay en las leyendas urbanas y en los rumores cinéfilos que tanto gustan. Da igual que sean absurdos y que todo el mundo sepa que son falsos, los repetimos en conversaciones y nos reímos con ellos. Además, siempre surge alguien que tiene un amigo de un amigo que lo vivió de primera mano. Así, la leyenda urbana se refuerza y se mantiene en el tiempo con alguna variación, como un teléfono escacharrado en el que el mensaje inicial no tiene nada que ver con el final. Ya nadie sabe si en la leyenda de Ricky Martin, el perro se llamaba Rufo o Toby, y si la mujer en cuestión usaba mermelada o paté La Piara. No importa, lo que importa es que siga alimentando el imaginario colectivo.
En un mundo como el cine, donde la realidad supera a la ficción y ocurren las historias más rocambloescas, es normal que las leyendas urbanas nazcan como hongos. Algunas se olvidan según nacen, y otras se perpetúan en el tiempo. ¿Quién no ha oído que el hombre no pisó la luna y que fue un montaje rodado por Kubrick? ¿O que Marisa Tomei no ganó el Oscar, sino que Jack Palance estaba tan borracho que sólo atinó a decir su nombre? Y da igual que se desmonten con datos porque a base de repetir una mentira se convierte en -casi- verdad.
La frase más mítica de Casablanca nunca se dijo.
La frase más mítica de Casablanca nunca se dijo.
Héctor y David Sánchez las conocen todas, y las han recogido en Kubrick en la luna y otras leyendas urbanas del cine (Errata Naturae), la continuación de su obra anterior, en la que recogían esos falsos mitos del rock, y que siempre les habían llamado la atención. Partiendo de una base de algunas que ya conocían, como ese 'Tócala otra vez, Sam', una de las frases más míticas de la historia del cine, pero que sin embargo nunca se dice en toda Casablanca. Según fueron investigando llegaron a historias “cada vez más inverosímiles” tal como confiesa Héctor Sánchez a EL ESPAÑOL.
Una de sus leyendas urbanas favoritas, y de las más truculentas, hace referencia a El mago de Oz, el tierno clásico que esconde historias sobre orgías, suicidios y alcoholismo. La ciudad esmeralda, el camino de baldosas amarillas y todos los elementos icónicos nacieron de la imaginación de L. Frank Baum, pero él nunca pensó que uno de los mayores clásicos de la historia del cine se haría con su obra, y que esta sería, además, un gran caldo de cultivo para rumorología cinéfila. Victor Fleming y King Vidor (después de George Cukor y Mervin LeRoy) juntaron las piezas de lo que en un principio parecía un desaguisado y la crítica se rindió a sus pies. Al poco tiempo las historietas comenzaron a surgir. Una con especial fuerza, en El mago de Oz hay un cadáver real.
El momento ocurre una vez Dorothy y el Espantapájaros conocen al hombre de hojalata y los tres prosiguen felices su camino. Al fondo de la escena se aprecia lo que muchos aseguran que es un hombre colgado de un árbol. Las malas lenguas decían que uno de los enanos que daban vida a los Munchkins decidió ahorcarse tras ser rechazado por otra figurante. Otros decían que fue despedido y que la MGM al revisar el metraje y darse cuenta, pensaron que nadie se fijaría y que era muy caro rodar de nuevo. Efectivamente, hay una mancha sospechosa en la escena. La leyenda urbana variaba según la contaran unos u otros y también esa sombra pasó a ser un tramoyista enrollado con las cuerdas. También mentira. Lo más parecido a una versión oficial es que se trata de uno de los pájaros que se contrataron para dar colorido a la escena.
Fotograma con la mancha sospechosa al fondo de El mago de Oz.
Fotograma con la mancha sospechosa al fondo de El mago de Oz.
 
Lo que sí es verdad es que los enanos que interpretaron a los Munchkins la liaron en el rodaje. 120 figurantes que el guionista Noel Langley calificó como “gente muy procaz”. El productor Arthur Freed no fue tan delicado: “Aquel atajo de chulos, putas y tahúres infestó la Metro y toda la colonia”. Con esas palabras era normal que la imaginación de la gente comenzara a volar y a imaginar leyendas urbanas. Orgías, fiestas, llegadas en limusina… los Pequeños, como se les llama en la versión española, eran unos juerguistas, aunque ellos se empeñaran en negarlo y en decir que se trabajaba tanto que no había tiempo para más.
Para Héctor Sánchez estas historias funcionan porque “son charlas de bar”. “Comidillas que sirven para ampliar el aura de las películas y darles ese carácter de mitología que las rodea”, cuenta. Todavía tiene muchas en el tintero, como la maldición de Superman, y no sólo de cine, sino que deja pistas de lo que puede ser un tercer libro: cómic, series de televisión, literatura… las leyendas urbanas no dan descanso a nadie.

 

jueves, 23 de noviembre de 2017

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Test inteligencia lectora

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Frank Miller: «Es totalmente necesaria una revisión feminista de la historia del cómic»


Frank Miller, astro del mundo del cómic y autor de 300, Sin City o Batman: el regreso del Caballero Oscuro, estuvo en Madrid como invitado estrella de la Heroes Comic Con que se celebró del 10 al 12 de noviembre

En el cómic norteamericano existen muy pocos nombres que brillen tanto por sí solos como el de Frank Miller. Tal vez emitan una luz semejante astros como  Alan Moore o estrellas como Stan Lee, pero si siguiéramos listando, dejaríamos de hablar de autores realmente mainstream en la cultura pop actual.
Parte de la culpa, inevitablemente, la tiene la popularidad de las adaptaciones cinematográficas de sus obras. Véase 300, aquel baño de testosterona de Zack Snyder, y las dos películas de Sin City que el mismo Miller codirigió con Robert Rodríguez. Sin olvidar el peso que sus cómics Batman: el regreso del Caballero Oscuro y Batman: Año uno tuvieron sobre la trilogía que revolucionó el género superheroico en el séptimo arte de la mano de Christopher Nolan. Poco menos relevante fue su adaptación de la obra maestra del cómic de Will Eisner, The Spirit, un film que, todo sea dicho, posee un ánimo dionisíaco inclasificable.
Pero más allá de sus escarceos con la pantalla, su sombra se extiende de forma vasta e impredecible sobre el noveno arte. Títulos como Roninpublicado aquí por la editorial ECC, sello encargado de traerle a España, supusieron un antes y un después en la lucha por la independencia creativa de autores que querían ser reconocidos como tales más allá de trabajar para Marvel o DC. Batman: el regreso del Caballero Oscuro cambió la concepción plástica de una historia seriada de corte heroico, construyendo narrativas con capas de complejidad no vistas hasta entonces.
Daredevil: Born Again como decía Jose A. Pérez Ledo, fue «uno de los cómics fundacionales de la virilidad crepuscular», con un ánimo rupturista en su concepción de determinados aspectos del concepto de ‘héroe’, su significado y su vigencia. Y su 300 sigue siendo hoy uno de los títulos más poderosos visualmente del cómic moderno, mérito también de Lynn Varley.
Es, pues, uno de los más grandes de la industria. También un hombre de sesenta años, de salud delicada, movimiento lento y calculado, parcas respuestas y mirada insondable. Habrá concedido un millón de entrevistas en su larga carrera, así que muchas de sus respuestas las tiene practicadas, y no por ello las pronuncia con menor gravedad. Otras, sin embargo, parecen sorprenderle. Solo cuando habla de autoras que le apasionan, o cuando le preguntan por Trump, nos responde mirando a los ojos y gesticulando de forma vivaz.
Trump no es más que una caricatura, un payaso
 
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Cuando en 1983 publicó Ronin, inició sin pretenderlo un camino por el reconocimiento de los derechos del autor y la independencia que siguieron muchos dibujantes. ¿Cómo ha visto la evolución de esta concepción? ¿Los artistas tienen mayor independencia ahora?
Independencia… No sé si somos más independientes. Pero estamos más implicados, eso sí. No se trata solo de lo que tú dibujes, también de lo que otros impriman y distribuyan. Lo que ha pasado es que todo el mundo ha aprendido que es mejor para un libro, que la gente que lo crea esté comprometida con el mismo y tenga poder de decisión sobre más aspectos de la producción de un cómic. Ahora, creo, plasmamos mejor lo que queremos, porque los storytellers pueden crear historias con sus propias manos.
Con El regreso del Caballero Oscuro y con Born Again reinventó personajes como Batman o Daredevil, dándoles un nuevo inicio, una segunda oportunidad. ¿Quiere hacer lo mismo con su próxima obra, Superman: Year One?
Más que reinterpretar, quiero reintroducirlo. Superman es un personaje con mucha historia, con un pasado tremendo. Se podría decir que estoy intentando lavar toda la basura extra que ha crecido alrededor de su figura. Buscar lo esencial. Si consigo hacerlo, te puedo decir que lo que permanece debajo es muy, muy bueno.
Hablando de todos ellos, ¿cree que, a día se hoy, la figura del superhéroe sigue íntimamente ligada a la del justiciero? O al menos, ¿a alguien que interpreta las leyes como cree?
Claro, por supuesto. Eso es algo esencial en el mundo del superhéroe. Al menos como lo veo yo. Sin recorrer esos caminos en torno a una idea propia de justicia, los superhéroes no tendrían razón de ser. No pueden ser solamente caras bonitas en cuerpos bonitos que acaban con los malos.
Cualquier héroe sin una idea propia de justicia pierde su razón de ser
En Ronin nos remite a leyendas del Japón feudal y en Sin City al noir de los 40. ¿Mirar hacia el pasado es más una oportunidad de crear algo nuevo  o un ejercicio de nostalgia?
Sabemos mucho más sobre el pasado que sobre nuestro presente, así que es lógico que hablemos del pasado. Y no hay nada malo en ello. Pero hay otra cosa que creo que es decisiva: en el dibujo, muchas veces, decides algo porque es bonito. Dibujas y ves lo bien que queda, y te decides. En Sin City, por ejemplo, el proceso de creación se vio envuelto en un montón de cosas que me gusta dibujar.
Hablo de chicos duros que llevan sombrero y gabardina y conducen cochesvintage. Y además viven rodeados de mujeres bellas. ¡Son todo cosas que adoro dibujar! Así que muchas historias se ven envueltas en elementos de este tipo. Una gran parte de mi profesión… De hecho, la parte de mi trabajo en la que invierto más esfuerzo y recursos es dibujando. Y no estoy en esto para sufrir, así que quiero historias que tengan cosas que me guste dibujar.
En Sin City, pero también en Ronin y en Elektra, usted ha creado personajes femeninos poderosos y decisivos. La representación de la mujer en la viñeta es algo que hoy preocupa a gran parte de la industria. ¿Cree que es necesaria una revisión feminista de la historia del cómic?
¡Claro que sí! Creo que es absoluta y totalmente necesaria. Aunque también creo que ya se ha hecho mucho. Me explico: durante demasiado tiempo las mujeres en los cómics eran dibujadas con trajes muy apretados y senos muy grandes. Representaban una fantasía masculina, claramente.
Los creadores las tirábamos por la ventana mientras ellas gritaban y alguien venía a rescatarlas. Y todos comprábamos eso. Pero ahora eso está cambiando, ya no funciona igual. Y es necesario que cambie, por supuesto.
Igual que ha cambiado la representación de la mujer dentro de la viñeta, también está cambiando fuera de ella. ¿Cree que las autoras deberían tener mayor peso en el mundo del cómic?
Sé que la tienen y que la tendrán. No es una cuestión de ‘deber’. Ellas no deben nada a nadie. El tema es hablar de los grandes talentos de nuestro arte. Por decir un nombre que me viene a la cabeza: ¿tú has visto el trabajo de Jill Thompson? Es absolutamente extraordinario en ambas artes, dibujar y escribir.
Es interesantísimo ver cómo su trabajo no entra nunca en el juego de las fantasías de matones, es mucho más. Es producto de su personalidad, de su género y su intención como autora. Sus trabajos son de primera clase y eso es lo que expande de forma genuina el contenido de cualquier cómic. Viene con retraso, pero su presencia es más que bienvenida.
En la rueda de prensa en la Heroes Comic Con dijo que Trump es bueno para los cómics pero malo para la gente. ¿A qué se refería?
No puedo hablar por toda la industria del cómic. Al ser un artista, pertenezco a un grupo social que suele tener formas distintas de agruparse y de coincidir. Solo tengo que decir que Trump no es mucho más que una caricatura. Ni más ni mejor, es un payaso. Es un objetivo muy fácil. Recuerdo que a finales de los ochenta pensaba lo mismo de Ronald Reagan. Era, también, un personaje de fácil caricatura. Así que imagínate con este.
Hace ya tres años que dirigió su última película con Robert Rodríguez. ¿Sigue teniendo más proyectos más allá de las viñetas?
Sí, sí. Estoy deseando volver a dirigir. Pero hacer una película requiere de un montón de gente y un montón de dinero, así que no puedo decir mucho por ahora. En términos de nuevos proyectos, hay muchas cosas en marcha. Apenas paro… pero no puedo concretar mis libros de aquí a diez años. Lo que sí puedo decirte es que tampoco puedo hacer mucho más de lo que ya hago.

En defensa de Danny Rand

http://www.jotdown.es/2017/10/en-defensa-de-danny-rand/

Publicado por
Imagen: Netflix.
Este artículo contiene SPOILERS de Iron Fist, Jessica Jones, Los Defensores, Ana y los siete y Luke Cage.
—I’m the Immortal Iron Fist
—Come again?
—Sworn protector of K’un-Lun.
—What, are you on lithium…?
Danny Rand cae mal. Es algo que le pasa usted, le pasa a los críticos y probablemente también le ocurriría a Gil Kane, uno de los creadores del personaje original de Marvel. El otro, Roy Thomas, básicamente se encoge de hombros y entona un qué hay de lo mío, dejando que el fuego se alimente por sí solo.
Esa tirria hacia el actual Iron Fist parece algo perfectamente sensato. De las tres adaptaciones de los superhéroes de Marvel (Daredevil, Jessica Jones y Luke Cage) la suya ha sido la propuesta más floja y más —dolorosamente— convencional. El batacazo aún resuena en las oficinas de Netflix, donde se carraspea al mencionar ese 17% de Rotten Tomatoes. En respuesta, el gabinete de crisis le dijo a Scott Buck que cerrara la puerta al salir y puso el nombre de Raven Metzner en la silla de showrunner. Contexto: al primero se le conoce por Dexter y A dos metros bajo tierra, al segundo por Elektra (sí, la de Jennifer Garner, casi tan mala como la de su ex) Sleepy Hollow y Heroes Reborn (las series). Aun así, nos instan a esperar a 2019 para concluir si ha sido una buena o mala idea.
Como sabrán, este Iron Fist vino de nalgas. En cuanto se anunció que el actor Finn Jones sería su encarnación televisiva, las antorchas empezaron a arder. Marvel y Netflix sufrieron el primer chaparrón antes de rodar ni una sola escena. Danny Rand era blanco, como en los cómics. Pero no estamos en 1974, cuando que un blanco encarne los valores de lucha orientales era algo raramente cuestionable. Cuarenta años después, con Hollywood bajo el microscopio de la diversidad, la decisión de respetar las viñetas desencadenó una de las pocas polémicas a las que los estudios no sacan rentabilidad: racismo, white washing… y en general, oportunidad perdida. La guinda fue Jones, intentando apagar el fuego con lanzallamas en Twitter, y embarullando aún más el asunto con una rabieta sonrojante para luego salir por patas.
En cualquier caso, cuando este verano se estrenó Los Defensores, los puñales estaban en alto con el rubio Rand. ¿Y qué ha ocurrido? Pues que en la esperadísima alianza de superhéroes, Iron Fist ha sido básicamente todos los problemas a la vez. No es un asunto menor cuando la mayoría de la serie orbita en torno a su trama. 
Nosotros, por pura inmolación y falta de faena, intentaremos analizarle en otro sentido, en contra de las decenas de críticas de gente que creen que son los únicos en percatarse de que Iron Fist es el peor de los Defensores. 

Pobre niño rico
 
Quizás porque era el verso suelto, le dejaron para el final. Iron Fist llegó a la plataforma de streamimg cuando el carácter de los superhéroes de Netflix parecía claramente articulado. Incluso con sus singularidades y personalidad diferenciadas, Jessica Jones, Daredevil y Luke Cage habitaban el mismo universo: eran producciones predominantemente oscuras, meditabundas, salpicadas de conflictos sociales y con chicha traumática. Peleas de pasillo, todas. Ellos eran seres antiheroicos con mucha falta de psicoanalista, cara de no querer estar ahí y a los que nadie puede afirmar haber visto sonreír.

Imagen: Netflix.

Y de repente nos sueltan a Danny Rand, que es como un rayo de sol, el muchacho. Aparece de la nada en un Manhattan por primera vez iluminado, al son de una musiquilla bailonga y con pintas de hipster, surfero, indigente y representante español de Eurovisión. ¿Quién ha puesto este optimismo en mi copa? se pregunta uno ante los primeros compases de la serie. ¡Yo he venido aquí a ver caras largas!
No descubrimos la pólvora al decir que Danny fue concebido para ser el alivio optimista de sus futuros compañeros. Sus creadores pensaron que era necesario equilibrar la desesperanza casi ontológica con un aliento de irreflexiva ingenuidad. La decisión fue arriesgada pero la ejecución fue incuestionablemente cobarde o conservadora. Durante el primer tercio la serie despedaza el mandamiento del show, don’t tell y nos explica, con negrita y subrayado, que Danny Rand es un niño-hombre, alguien con una extraordinaria habilidad para dislocar miembros pero con la madurez emocional de una patata. Y por si quedaban dudas, nos lo vuelve a repetir, en un bucle bastante molesto. Mientras tanto, se ralentiza la narración de su backstory, el componente sobrenatural de sus poderes, sin duda el reto más grande que afrontaba la serie: contarnos su origen. Porque la cuestión que hermana a todos estos superhéroes no son sus habilidades sobrehumanas, ni su concepción de la justicia y el crimen. Es su vulnerabilidad. Y la explicación está en sus respectivos y traumáticos pasados.
El de Danny es, por decirlo de alguna manera, el más marciano. La serie nos está pidiendo que creamos que Rand es un niño que perdió a sus padres volando en jet privado sobre el Tíbet, para ser rescatado y educado por unos monjes karatekas místicos. Sin enterarse muy bien, entró en un proceso de selección de concentración de chi y ganó. Ganó matando a un dragón a pecho descubierto, recuerden. Salió de ese mundo —que existe en otra dimensión alternativa y se alinea con la Tierra cada quince años— para tras indecibles transbordos llegar a Nueva York sin directrices precisas sobre el calzado en la gran ciudad. Cuando quiso reclamar sus millones, sus amigos de la infancia (con problemas muy de los hijos del rey Lear) le metieron en un psiquiátrico y tiraron la llave. Y descubrió, por cierto, que de «accidente aéreo» nada de nada; y de «empresa puntera y familiar» ni rastro: multinacional mala, mala. Nos dejamos sin mencionar a Harold Meachum y a esa organización letal cuyos objetivos [inmortalidad, sorprendente] tardaremos tres entregas en desvelar.

Imagen: Netflix.

La serie nos pide todo eso… y resulta que nos lo creemos, a pesar de los porquesíes del guion. ¿Se debe a que es un género, al fin y al cabo, basado en saltarse con pértiga la credibilidad? No. Se debe a que, nos guste o no, el personaje lo hace verosímil con todos sus tropiezos e incongruencias. Danny es sólido como idiota frustrante. En plata: resulta irritante porque a ratos sí y a ratos no. A veces le dan ganas a uno de arrojarse al vacío viéndole fabricar estrategias memas o picando cebos tan EVIDENTES que abochornan. Otras lo acunaríamos como a un iluso peluche tatuado, con tal de proteger esa inocencia tan cristalina. Es errático, poco coherente y su mayor afluente lumínico está en el puño, no en la cabeza. Así que sus planes brillantes, lo que se dice brillantes, no son.
Pero es que Danny —al menos, por ahora— tiene que exasperar. Esa es su personalidad. Ha de resultar voluble, iluso, desorientado, a medio hacer. Él quería encarnar el relato del hombre blanco de bondad suprema, talento innato y heroicidad ungida. En lugar de eso, traiciona a sus maestros, decepciona a su amigo, le engaña la única persona en quien confía y toda la gente de su pasado resulta ser bastante hija de puta. Y encima una china meticona le hace juegos mentales para atolondrarle aún más, como si no tuviera ya suficiente jaleo en la azotea.
Hay un elefante en la habitación, no crea que no lo hemos visto. ¿Por qué cae tan mal Danny Rand? ¿Qué tiene que le hace tan despreciable? Amén de su atolondramiento y esa pose como de tener el lóbulo frontal dañado o estar en una serie de The CW.
Dinero.
Lo habrán notado: Danny Rand tiene muchos billetes. Y los tiene sin hacer absolutamente nada para conseguirlos. Algo que, a priori, no tendría por qué obstaculizar nuestras simpatías. Tony Stark amasa una fortuna similar, Bruce Wayne tampoco anda descalzo y Emma Frost que posiblemente duerma en un lecho de doblones de oro.
Pero ninguno habita una atmósfera donde el dinero (o más bien la falta de él) y las facturas sean un asunto a tener en cuenta. Cuando conocemos a Iron Fist ya nos hemos empapado durante sesenta y cinco horas de la brutal desigualdad del Harlem de Luke Cage; hemos asistido a un desahucio de Matt Murdock, abogado de pleitos pobres; y contemplado cómo Jessica Jones invertía en whisky barato todo el montante con el que podría haber apañado su puerta de entrada. ¿Y quiénes eran los villanos? Los acaudalados Wilson Fisk, Cottonmouth, Mariah Dillard y Killgrave. Nos siguen, ¿no?
A veces los espectadores somos así. Capaces de perdonar un privilegio «inmerecido» si, a cambio, se castiga un poquito a su poseedor (un drama familiar retorcido, un defecto físico abracadabrante) y además nos deleita con un carisma arrollador. A Danny Rand le han provisto de lo primero, pero no posee una pizca de lo segundo. Así es cómo se produce la paradójica circunstancia de que pasemos por alto las fascistadas de Stark (son «excentricidades de millonario», porque «mira que es guasón») pero nos resulte indignante que Rand le compre el bloque entero de edificios a Colleen porque eso es condescendencia, patriarcado y ostentación ante una minoría.

Imagen Netflix.

«El dinero no me define» balbucea Danny ante Luke Cage, para el asenso de básicamente nadie. Ambos mantienen el tipo de conversación puesta ahí para que nos demos cuenta de la razón que tenemos y lo equivocados que estamos; todo a la vez. En realidad, funciona más como un bofetón de realidad para Rand, que es incapaz de entender que en el mundo actual el verdadero privilegio consiste en poder ser fiel a tus principios porque el dinero solo es un problema cuando no lo tienes. Que, lamentablemente, la coherencia moral es un lujo que nos permitimos cuando está pagado el alquiler, el ADSL y las comidas del día. Y eso a veces, conlleva trabajar para despreciables, rebajarse, o simplemente, mirar para otro lado para no sentirnos cómplices. Así de triste: el bien y el mal no son compartimentos estancos. Danny cree que siempre hay elección. Y nosotros querríamos asentir.
«Crees que te has ganado tu fuerza, pero tuviste poder desde que naciste. Ante de los dragones. Antes del chi. Tienes la capacidad de cambiar el mundo sin hacer daño a nadie», le suelta.
Y en el silencio de Danny empieza, muy discretamente, a construirse otro héroe mínimo.
Defensores, aquí unos asuntos
Cuando la alianza de superhéroes se produce, Iron Fist es distinto. No nos lo dice él, nos lo dicen los guiones que imprimen en el personaje un elemento de autoconciencia brutal. Sus compañeros se chotean de la misticidad del muchacho, de su ingenuidad, de la parodia del karateka-millonario-salvador que trata constantemente de reivindicar su plaza sin caer en el bucle de Igor.
A golpes de ternura, Iron Fist empieza a resultarnos menos indiferente. Mientras el resto son reacios a unir fuerzas, el actúa como el coach motivacional que enarbola los valores del trabajo en equipo. Come más que nadie, es diana de todas las mofas y cuando toca batirse el cobre no lucha como alguien que se denominaba a sí mismo «el elegido». Danny deja de ser (y de sentirse) especial y se vuelca en tratar de conferir unidad a un grupo deslavazado. Muta en un idiota divertido. «Eres el Puño de Hierro más tonto de todos», le dicen. Y él pone cara de estar en otra serie.
Es un perrete excitado ante… bueno, ante cualquier cosa. Feliz, simplemente, de estar. Su único registro emocional es el entusiasmo. «¿Puedo sentarme aquí? ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien! Mira, ¡Comida! Ah, no, es mi vómito. ¡Da igual, está delicioso! ¡Gracias! ¿Jugamos? ¿Jugamos? Oh, mira, una pelusa, ¡Qué bien, una pelusa!», es más o menos su diálogo interno. El resto, le observan con recelo y cejas elevadas, resabiados, desconfiados, displicentes. Juzgándole con la mirada de «¿qué hace ese idiota dándole la patita a todo el mundo? Qué bochorno. Ah, perfecto, ahora se pone a lamer una caca, por favor, ¡Basta!» Exacto: Jessica, Luke y Matt son gatos.
Aunque eso tampoco es del todo cierto. Porque uno de los apartados más disfrutables es el bromance entre Cage y Rand y esa dinámica fraternal que se establece entre ellos. Luke se contagia de algo de la ilusión espídica de Rand, y él, de algo —poco— de la prudencia de Cage. Eso altera imperceptiblemente las fuerzas defensoras: ya no son tres contra uno. Ahora son la cínica y el amargado contra el optimista y el sensato.

Imagen: Netflix.

Los Defensores quizá no consiga que Danny nos caiga mejor, pero al menos rebaja la sensación de estorbo. Reconocemos que en el desenlace de la serie su proceder difícilmente podría ser más tarugo (tu puño es lo único que puede abrir la «puerta misteriosa» y te pones a luchar con el enemigo PRECISAMENTE a dos milímetros de ese muro, porque no entraña ningún riesgo obvio. ¿En serio?) pero Rand no es el único problema de la serie. Quizá el más evidente, pero no el único.
Vamos a decirlo claro: la trama «villana» hace aguas por todas partes. El misticismo de K’un-Lun aburre a las ovejas, el plan supermisterioso resulta ser un supermegacliché (la vida eterna) fotocopiado, al que ni siquiera se han preocupado de pasarle un pañito de interés, los esqueletos de dragones parecían corchopán y … quizá lo más desolador: los villanos no están a la altura.
Sí, también va por Sigourney Weaver, disculpen la herejía. La leyenda cinematográfica operó como un jugosísimo reclamo, y el papel de Alexandra ciertamente prometía. Pero el resultado ha sido agridulce. Por cada escena que nos hacía levitar de gozo (Sigourney dando patadas voladoras) nos colaban otra para la que nos faltaban tragaderas. «¿Cómo podemos escenificar, sin decirlo directamente, que esta señora tiene un porrón de años?», se cuestionaban los guionistas. Pues sentando a la diva en un restaurante y comentándole al camarero, como quien no quiere la cosa: «Dígale a su mujer que lo hace aún mejor de cómo lo hacían en Constantinopla». Y lo dice sin ser broma ni nada. En plan, «uy, qué descuidada, que hablo como la señora nacida en el imperio bizantino que soy. Tengo que vigilar más mis coartadas». Ejemp, ejemp, cof, cof. Afortunadamente ella salva los muebles del personaje, y no porque a Sigourney Weaver le siente bien el papel. Es que a los papeles le sientan bien Sigourney Weaver.
Tampoco el resto de «La Mano» acaba de encarrilarse. Madame Artritis Gao (¿por qué tiene los brazos tan separados del cuerpo?) y los demás integrantes parecen dibujados con desgana, como con piloto automático. El conflicto y rivalidad que mantienen no estimula ni convence, y lo de Elektra da para otra discusión. Hasta tal punto llega el despropósito que la excelencia de los malvados hay que concedérsela a los ejecutivos ninja del edificio de La Mano. Tienen vasos de Starbucks con su nombre, llevan traje y corbata y miran un PowerPoint con cifras. Literalmente quince segundos después se ponen a romper nucas. Bra-vo.
Una de las críticas clásicas al universo de Marvel es que sus producciones funcionan más como anticipos de la siguiente que como pedazos autónomos de entretenimiento. Es cierto en el caso de Iron Fist, cuya serie individual no está a la altura de las de sus compañeros. Pero es falso en cuanto a su personaje, al que Los Defensores logran enderezar y marcar un objetivo más claro —que los lectores de Born Again ya conocen—.
Nadie nos pide que sea nuestro personaje favorito (porque Jessica Jones se eleva por encima de la serie todo el rato, clarísimamente). Tampoco que le riamos las gracias, o que roguemos para que Colleen Wing le preste algo de gancho. Iron Fist, como todos los seres humanos, solo quería sentirse aceptado. Algo muy difícil cuando rebotas constantemente en el cinismo y la dureza de los demás, que ya tienen suficientes problemas. Del primer mundo, de acuerdo. Pero Danny tiene problemas de otro mundo. Y eso le convierte en el niño distinto. El típico al que le brillaba el puño en el último rincón del patio.
En cualquier caso, tiene poco sentido preguntarse si Los Defensores es mejor o no que la suma de sus partes (que no, no lo es). Amén de sus muchos defectos, nos ha regalado una dinámica de equipo construida con emoción y humor. Unas secuencias de lucha de tal exuberancia que el universo entero parecía hacer clic, donde la borracha, el revientanucas, el santurrón y el crío podían, por qué no, salvar Nueva York.
Así que baste con la perspectiva de poder volver a verles comiendo dim sum después de mantener el mundo en pie. Danny Rand incluido, para que nos pueda hacer sentir el bien como si de verdad existiera.

Imagen: Netflix.

¿Cómo importa la cultura en el desarrollo?



http://www.letraslibres.com/mexico/como-importa-la-cultura-en-el-desarrollo

Los sociólogos, antropólogos e historiadores han hecho reiterados comentarios sobre la tendencia de los economistas a no prestar suficiente atención a la cultura cuando investigan el funcionamiento de las sociedades en general y el proceso de desarrollo en particular. Aunque podemos pensar en muchos ejemplos que rebaten el supuesto abandono de la cultura por parte de los economistas, comenzando al menos por Adam Smith (1776), John Stuart Mill (1859, 1861) o Alfred Marshall (1891), en tanto una crítica general, empero, la acusación está en gran medida justificada.
     Vale la pena remediar este abandono (o tal vez, más precisamente, esta indiferencia comparativa), y los economistas pueden, con resultados ventajosos, poner más atención en la influencia que la cultura tiene en los asuntos económicos y sociales. Es más, los organismos de desarrollo, como el Banco Mundial, también pueden reflejar, al menos hasta cierto punto, este abandono, aunque sea solamente por estar influidos en forma tan predominante por el pensamiento de economistas y expertos financieros. El escepticismo de los economistas sobre el papel de la cultura, por tanto, puede reflejarse indirectamente en las perspectivas y los planteamientos de las instituciones como el Banco Mundial. Sin importar qué tan grave sea este abandono (y aquí las apreciaciones pueden diferir), para analizar la dimensión cultural del desarrollo se requiere un escrutinio más detallado. Es importante investigar las distintas formas —y pueden ser muy diversas— en que se debería tomar en cuenta la cultura al examinar los desafíos del desarrollo y al valorar la exigencia de estrategias económicas acertadas.
     La cuestión no es si acaso la cultura importa, para aludir al título de un libro relevante y muy exitoso editado en conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington. Eso debe ser así, dada la influencia penetrante de la cultura en la vida humana. La verdadera cuestión es, más bien, de qué manera —y no si acaso— importa la cultura. ¿Cuáles son las diferentes formas en que la cultura puede influir sobre el desarrollo? ¿Cómo pueden comprenderse mejor sus influencias, y cómo podrían éstas modificar o alterar las políticas de desarrollo que parecen adecuadas? Lo interesante radica en la naturaleza y las formas de relación, y en lo que implican para instrumentar las políticas, y no meramente en la creencia general —difícilmente refutable— de que la cultura, en efecto, importa.
     En el presente ensayo, abordo estas preguntas en torno al "de qué manera", pero en el camino también debo referirme a algunas cuestiones sobre el "de qué manera no". Hay indicios, habré de argumentar, de que, en el afán por darle su lugar a la cultura, surge a veces la tentación de optar por perspectivas un tanto formulistas y simplistas sobre el impacto que tiene en el desarrollo. Por ejemplo, parece haber muchos seguidores de la creencia —sostenida de manera explícita o implícita— de que el destino de los países está efectivamente sellado por la naturaleza de su respectiva cultura. Ésta no sólo sería una sobresimplificación "heroica", sino que también implicaría imbuir desesperanza a los países de los que se considera que tienen la cultura "errónea". Esto no sólo resulta ética y políticamente repugnante, sino que, de manera más inmediata, diría que es también un sinsentido epistémico. Así es como un segundo tema de este ensayo consiste en abordar estas cuestiones sobre el "de qué manera no".
     El tercer tema del texto consiste en examinar el papel del aprendizaje mutuo en el campo de la cultura. Si bien tal transmisión y educación puede ser parte integral del proceso de desarrollo, se menosprecia con frecuencia su papel. De hecho, puesto que se considera cada cultura, no de manera improbable, como única, puede haber una tendencia a adoptar un punto de vista algo insular sobre el tema. Cuando se trata de comprender el proceso de desarrollo, esto puede resultar particularmente engañoso y sustancialmente contraproducente. Una de las funciones en verdad más importantes de la cultura radica en la posibilidad de aprender unos de otros, antes que celebrar o lamentar los compartimentos culturales rígidamente delineados, en los cuales finalmente clasifican.
     Por último, al abordar la importancia de la comunicación intercultural e internacional, debo tomar en cuenta asimismo la amenaza —real, o percibida como tal— de la globalización y de la asimetría de poder en el mundo contemporáneo. La opinión según la cual las culturas locales están en peligro de desaparición se ha expresado con insistencia, y la creencia en que se debe actuar para resistir la destrucción puede resultar muy atendible. De qué manera debe entenderse esta posible amenaza y qué puede hacerse para enfrentarla —y, de ser necesario, combatirla— son también temas importantes para el análisis del desarrollo. Tal es el cuarto y último asunto que pretendo estudiar con detalle.

CONEXIONES
     Es de particular importancia identificar las diferentes maneras en que la cultura puede importar para el desarrollo. Al parecer, las siguientes categorías son de primordial necesidad, y tienen una relevancia de gran alcance.
     (1) La cultura como una parte constitutiva del desarrollo. Podemos comenzar por la pregunta elemental: ¿para qué sirve el desarrollo? El fortalecimiento del bienestar y de las libertades a que aspiramos por medio del desarrollo no puede sino incluir el enriquecimiento de las vidas humanas a través de la literatura, la música, las bellas artes y otras formas de expresión y práctica culturales, que tenemos razón en valorar. Cuando Julio César dijo sobre Casio, "Él no escucha música: sonríe poco", esto no pretendía ser una loa a la forma de vida de Casio. Tener un alto PNB per capita pero poca música, pocas artes, poca literatura, etcétera, no equivale a un mayor éxito en el desarrollo. De una u otra forma, la cultura envuelve nuestras vidas, nuestros deseos, nuestras frustraciones, nuestras ambiciones, y las libertades que buscamos. La posibilidad y las condiciones para las actividades culturales están entre las libertades fundamentales, cuyo crecimiento se puede ver como parte constitutiva del desarrollo.
     (2) Objetos y actividades culturales económicamente remunerativos. Diversas actividades económicamente remunerativas pueden depender directa o indirectamente de la infraestructura cultural y, en términos más generales, del ambiente cultural. La vinculación del turismo con los parajes culturales (incluidos los históricos) es suficientemente obvia.
     (3) Los factores culturales influyen sobre el comportamiento económico. Aun cuando algunos economistas se han visto tentados por la idea de que todos los seres humanos se comportan casi de la misma manera (por ejemplo, acrecientan implacablemente su egoísmo, definido en un sentido radicalmente insular), hay muchos indicios de que esto, por lo general, no sucede así. Las influencias culturales pueden significar una diferencia considerable al trabajar sobre la ética, la conducta responsable, la motivación briosa, la administración dinámica, las iniciativas emprendedoras, la voluntad de correr riesgos, y toda una gama de aspectos del comportamiento humano que pueden ser cruciales para el éxito económico.
     Además, el funcionamiento exitoso de una economía de intercambio depende de la confianza mutua y de normas implícitas. Cuando estas modalidades del comportamiento están presentes en grado sumo, es fácil pasar por alto el papel que desempeñan. Pero cuando se han de cultivar, esa laguna puede constituir un impedimento de consideración para el éxito económico. Hay multitud de ejemplos sobre los problemas que enfrentan las economías precapitalistas debido al bajo desarrollo de las virtudes básicas del comercio y los negocios.
     La cultura del comportamiento está relacionada con otros tantos aspectos del éxito económico. Se relaciona, por ejemplo, con el hecho de que perduren o dejen de ocurrir la corrupción económica y sus vínculos con el crimen organizado. En las discusiones italianas sobre este tema, en las que tuve el privilegio de participar asesorando a la Comisión AntiMafia del Parlamento Italiano, el papel y el alcance de los valores implícitos se trató con amplitud. La cultura también tiene un papel importante para fomentar un comportamiento amable con el entorno. La contribución cultural al comportamiento podría variar según los desafíos que surjan en el proceso de desarrollo económico.
     (4) La cultura y la participación política. La participación en los intercambios civiles y en las actividades políticas está influida por las condiciones culturales. La tradición del debate público y del intercambio participativo puede ser decisiva en el proceso político, y puede importar para el establecimiento, la preservación y la práctica de la democracia. La cultura de la participación puede ser una virtud cívica toral, como lo expuso ampliamente Condorcet, entre otros pensadores sobresalientes de la Ilustración europea.
     Aristóteles señaló, por cierto, que los seres humanos suelen tener una inclinación natural hacia el intercambio civil. Y, sin embargo, el alcance de la participación política puede variar de una sociedad a otra. De manera particular, las inclinaciones políticas pueden ser suprimidas no sólo por gobiernos y restricciones autoritarios, sino también por la "cultura del miedo" que genera la represión política. También puede existir una "cultura de la indiferencia", que abreve del escepticismo y conduzca a la apatía. La participación política es extremadamente importante para el desarrollo, lo mismo a través de sus efectos en la valoración de los medios y los fines, que a través de su papel en la formación y la consolidación de los valores que permiten ponderar el desarrollo mismo.
     (5) Solidaridad social y asociación. Aparte de los intercambios económicos y la participación política, el propio funcionamiento de la solidaridad social y el apoyo mutuo puede estar fuertemente influido por la cultura. El éxito de la vida social depende en gran medida de lo que la persona, la gente, hace espontáneamente por los demás. Esto puede influir de manera profunda en el funcionamiento de la sociedad y hasta en la preocupación por sus miembros menos afortunados, así como en la preservación y el cuidado de los bienes comunes. El sentido de cercanía con los otros miembros de la comunidad puede ser un bien de gran importancia para esa comunidad. En años recientes, las ventajas que afluyen de la solidaridad y del apoyo mutuo han recibido mucha atención en textos que versan sobre el "capital social".
     Ésta es una importante área nueva de la investigación social. Existe, sin embargo, la necesidad de escrutar la naturaleza del "capital social" en tanto "capital" —en el sentido de un recurso para todo uso (como se considera el capital). Los mismos sentimientos e inclinaciones pueden de hecho operar en direcciones opuestas, dependiendo de la naturaleza del grupo de que se trate. Por ejemplo, la solidaridad dentro de un grupo particular (verbigracia, los residentes más antiguos de una región) puede ir de la mano con una percepción muy poco amistosa de quienes no son miembros de dicho grupo (como los nuevos inmigrantes). La influencia del mismo pensamiento centrado en la comunidad puede ser tanto positiva para las relaciones internas como negativa al generar y fomentar tendencias de exclusión (lo que abarca los violentos sentimientos y acciones "antiinmigrantes", como se puede observar en ciertas regiones con una impecable solidaridad "intracomunitaria"). El pensamiento basado en la identidad puede tener aspectos dicotómicos, ya que un fuerte sentido de la filiación grupal puede tener un papel aglutinante dentro de ese grupo al tiempo que fomenta el trato más bien severo contra quienes no son miembros (a quienes se ve como "los otros", que "no pertenecen" allí). Si esta dicotomía es correcta, entonces puede ser un error tratar el "capital social" como un recurso para todo uso (que es la idea que se tiene, en general, del capital), antes que como un activo para ciertas relaciones y un pasivo para otras. Hay, pues, espacio para un escrutinio que indague en la naturaleza y el funcionamiento del concepto importante, aunque en algunos sentidos problemático, del "capital social".
     (6) Parajes culturales y rememoración de la herencia histórica. El fomento de una comprensión más clara y más amplia sobre el pasado de un país o de una comunidad a través de la exploración sistemática de su historia cultural constituye otra posibilidad constructiva. Por ejemplo, al apoyar excavaciones y exploraciones históricas e investigaciones relacionadas, los programas de desarrollo pueden ayudar a facilitar una apreciación más cabal de la amplitud —y de las variaciones internas— de culturas y tradiciones particulares. La historia a menudo abarca una variedad mucho más amplia de influencias culturales y de tradiciones de la que tienden a permitir las interpretaciones intensamente políticas —y frecuentemente ahistóricas— del presente.
Cuando es éste el caso, los objetos, parajes y archivos históricos pueden ayudar a equilibrar algunas fricciones en la política moderna. La historia árabe, por ejemplo, incluye una larga tradición de relaciones pacíficas con las poblaciones judías.
     La rememoración de la historia puede ser un aliado importante en el cultivo de la tolerancia y la celebración de la diversidad, y estas notas se cuentan —directa e indirectamente— entre los rasgos importantes del desarrollo.
     (7) Influencias culturales en la formación y evolución de los valores. No sólo sucede que los factores culturales figuran entre los fines y medios del desarrollo: también sucede que tienen un papel central incluso en la formación de los valores. Esto, a su vez, puede influir en la identificación de nuestros fines y el reconocimiento de instrumentos practicables y aceptables para alcanzar dichos fines. Por ejemplo, el debate público abierto —él mismo un logro cultural importante— puede influir poderosamente en el surgimiento de nuevas normas y prioridades por considerar.
     En realidad, la formación de valores es un proceso interactivo, y la cultura de hablar y escuchar puede tener un papel significativo en el momento de hacer posible la interacción. Conforme surgen nuevos patrones de conducta, es el debate público, así como la emulación inmediata, lo que puede diseminar las nuevas normas a través de una región y, en última instancia, entre las regiones. Las normas surgidas para fomentar bajosíndices de fertilidad, o la ausencia de discriminación entre niños y niñas, o el enviar a los niños a las escuelas, en fin, no constituyen tan sólo rasgos importantes del desarrollo: pueden estar influidas en gran medida por una cultura del debate público y de la discusión libre, sin obstáculos políticos ni represión social.

INTEGRACION
     Con el fin de apreciar el papel de la cultura en el desarrollo, resulta de particular importancia situar la cultura en un marco suficientemente amplio. Las razones para ello no son difíciles de hallar. En primer lugar, aun cuando la cultura resulta tan influyente, no tiene una posición toral única en la determinación de nuestras vidas e identidades. Otros factores, como la clase, la raza, el género, la profesión y la política también importan, y pueden importar mucho. Nuestra identidad cultural es uno de los muchos aspectos de nuestra realización, y es sólo una influencia entre muchas que pueden inspirar e intervenir en lo que hacemos y la manera en que lo hacemos. Además, nuestro comportamiento no sólo depende de nuestros valores y predisposiciones, sino también del hecho concreto de la presencia o ausencia de instituciones medulares y de los incentivos —orientadores o morales— que éstas generan.
     En segundo lugar, la cultura no es un atributo homogéneo —puede existir un gran número de variaciones, incluso dentro de la misma atmósfera cultural general. Los deterministas culturales subestiman con frecuencia el alcance de la heterogeneidad dentro de lo que se ve como "una" cultura específica. Las voces discordantes a menudo son "internas", no provienen del exterior. Puesto que la cultura tiene muchas facetas, la heterogeneidad también puede provenir de los componentes particulares de la cultura en los cuales decidimos enfocar nuestra atención (por ejemplo, si prestamos particular atención ya a la religión, ya a la literatura, o a la música, o de manera general al estilo de vida).
     En tercer lugar, la cultura no permanece quieta en absoluto. Cualquier suposición de inmovilidad —explícita o implícita— puede ser desastrosamente engañosa. Hablar, digamos, de la cultura religiosa hinduista, o en fin, de la cultura nacional hindú, considerándola como una cultura bien definida en un sentido temporal estático, no sólo implica pasar por alto las grandes variaciones dentro de cada una de estas categorías, sino también ignorar su evolución y sus grandes transformaciones a través del tiempo. La tentación de usar el determinismo cultural a menudo adquiere la forma irremediable de un esfuerzo por largar el ancla cultural de un barco que se mueve veloz.
     Por último, las culturas interactúan unas con otras y no se pueden ver como estructuras insulares. La perspectiva aislacionista —que casi siempre se da por sentada implícitamente— puede ser en gran medida falaz. A veces podemos estar sólo vagamente conscientes de la manera en que una influencia llegó desde fuera, pero ésta no es razón para restarle importancia. Por ejemplo, aunque el picante era desconocido en la India antes de que los portugueses lo introdujeran en el siglo xvi, ahora es una especia totalmente hindú. Los rasgos culturales —desde los más triviales hasta los más profundos— pueden cambiar en forma radical, dejando a veces pocas señales del pasado que llevan detrás.
     Considerar que la cultura es independiente e inmutable, y que no cambia, puede ser en verdad muy problemático. Pero esto, por otra parte, no es razón para no tomar en cuenta la importancia de la cultura, vista apropiadamente desde una perspectiva amplia. No cabe duda de que es posible prestar una atención adecuada a la cultura mientras se toman en cuenta todas las salvedades recién expuestas. En realidad, si se reconoce que la cultura no es homogénea ni inmóvil y que es interactiva, y si la importancia de la cultura se entrevera con las fuentes rivales de influencia, entonces la cultura puede ser una parte muy positiva y constructiva en nuestra comprensión del comportamiento humano y social, y del desarrollo económico.

INTOLERANCIA Y ALIENACION
     La cuestión del "de qué manera no", empero, merece una atención extremadamente seria, ya que las generalizaciones culturales apresuradas no sólo pueden socavar una comprensión más profunda del papel de la cultura, sino que también pueden servir de herramienta a los prejuicios sectarios, a la discriminación social e incluso a la tiranía política. Las generalizaciones culturales simplistas tienen la gran capacidad de fijar nuestra forma de pensar, y con demasiada frecuencia son más que un pasatiempo inocente. El hecho de que tales generalizaciones abundan en las creencias populares y en la comunicación informal se puede reconocer con facilidad. Estas creencias implícitas y acríticas no son únicamente el tema de muchas bromas racistas y calumnias étnicas; a veces también asoman como elegantes teorías perniciosas. Cuando se da una correlación fortuita entre el prejuicio cultural y la observación social (no importa qué tan casual sea), nace una teoría, y ésta puede rehusarse a morir incluso después de que la correlación casual se desvanece por completo.
     Por ejemplo, las bromas urdidas contra los irlandeses (insolencias tales como "cuántos irlandeses se necesitan para cambiar un foco", que han tenido vigencia en Inglaterra por largo tiempo) parecían ir bien con el predicamento desalentador de la economía irlandesa, cuando la economía irlandesa estaba bastante mal. Pero cuando esta economía comenzó a crecer asombrosamente rápido —de hecho, más rápido que cualquier otra economía europea (como lo hizo, y por muchos años)—, el estereotipo cultural y su relevancia económica y social pretendidamente profunda no se desecharon como la pura y absoluta basura que eran. Las teorías tienen vida propia, y parecen desafiar el mundo fenoménico que se puede, en efecto, observar.

EL DETERMINISMO CULTURAL
     Si bien el maridaje entre el prejuicio cultural y la asimetría política puede ser casi letal, la necesidad de tener cuidado al saltar a conclusiones culturales resulta más insidiosa. Tales conclusiones pueden influir incluso sobre la forma en que los expertos conciben la naturaleza y los desafíos del desarrollo económico. Las teorías se derivan muchas veces de pruebas bastantes escasas. Las verdades a medias o fragmentadas pueden desorientar garrafalmente —a veces incluso más que la falsedad llana, que es más fácil de delatar.
     Considérese, por ejemplo, el siguiente argumento del influyente e importante libro editado en conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington llamado Culture Matters [La cultura importa] (al que me referí antes), y en particular el argumento del ensayo introductorio de Huntington en ese volumen, llamado "La cultura cuenta":

A principios de la década de 1990, me topé con información económica sobre Ghana y Corea del Sur durante los años sesenta, y me sorprendió lo parecidas que sus economías eran en aquel entonces. [...] Treinta años más tarde, Corea del Sur se había convertido en un gigante industrial con la decimocuarta economía más grande del mundo, corporaciones multinacionales, exportaciones considerables de automóviles, equipo electrónico y otras manufacturas sofisticadas, y un ingreso per capita cercano al de Grecia. Y no sólo eso: estaba en camino de consolidar instituciones democráticas. No habían ocurrido tales cambios en Ghana, cuyo ingreso per capita era ahora casi quince veces menor al de Corea del Sur. ¿Cómo podía explicarse esta extraordinaria diferencia en el desarrollo? Sin duda, muchos factores entraron en juego, pero me parecía que la cultura debía constituir gran parte de la explicación. Los coreanos del sur valoraban la frugalidad, la inversión, el trabajo duro, la educación, la organización y la disciplina. Los ghaneses tenían valores diferentes. En pocas palabras, las culturas cuentan.

Bien puede haber algo de interés en esta comparación sugestiva (tal vez incluso una verdad fragmentada arrancada de su contexto), y el contraste demanda un examen probatorio. Mas la secuencia causal, utilizada a la manera de la explicación arriba citada, es extremadamente engañosa. Existían muchas diferencias importantes —además de la predisposición cultural— entre Ghana y Corea en los sesenta, cuando le parecían tan similares a Huntington, excepto por la cultura. En primer lugar, las estructuras de clase en ambos países eran bastante diferentes, y Corea del Sur tenía una clase comerciante mucho más grande con una participación más activa. En segundo lugar, la política era muy diferente también, y el gobierno de Corea del Sur estaba dispuesto y ansioso por desempeñar un papel primordial para dar inicio a un desarrollo centrado en los negocios, bajo una modalidad que no era aplicable en Ghana. En tercer lugar, la estrecha relación entre la economía coreana y la japonesa, por un lado, y Estados Unidos, por el otro, fue determinante, al menos durante las primeras etapas del desarrollo coreano. En cuarto lugar —y tal vez esto sea lo más importante—, para la década de 1960 Corea del Sur había alcanzado un nivel educativo mucho más alto y un sistema escolar mucho más extendido que el de Ghana. Las transformaciones en Corea se habían originado durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, en gran parte gracias a una firme política pública, y no se podrían ver tan sólo como un reflejo de la antigua cultura coreana.
     Con base en el ligero escrutinio ofrecido, es difícil justificar ya sea el triunfalismo cultural a favor de la cultura coreana, o el pesimismo radical sobre el futuro de Ghana que la confianza en el determinismo cultural parecería sugerir. Ninguno de ellos podría derivarse de la comparación apresurada y carente de análisis que acompaña el diagnóstico heroico. Sucede que Corea del Sur no se apoyó únicamente en su cultura tradicional. Desde la década de 1940 en adelante, el país atendió deliberadamente a las lecciones del extranjero con el fin de utilizar la política pública para impulsar su atrasado sistema educativo.
     Y Corea del Sur ha seguido aprendiendo de la experiencia global incluso hasta hoy. A veces las lecciones han provenido de experiencias de fracaso, y no de éxito. Las crisis del este asiático que han abrumado a Corea del Sur, entre otros países de la región, hicieron manifiestas algunas de las penalidades de no contar con un sistema político democrático plenamente funcional. Tal vez cuando las cosas avanzaron más y más en conjunto, la voz que la democracia otorga al más débil no se extrañó de inmediato, pero cuando sobrevino la crisis económica, y los coreanos fueron divididos y vencidos (como sucede típicamente en tales crisis), los nuevos depauperados echaron en falta la voz que la democracia les habría dado para protestar y para exigir un desagravio económico. Junto con el reconocimiento de la necesidad de prestar atención a los peligros de una recaída y a la seguridad económica, el asunto más vasto de la democracia en sí se convirtió en el foco de atención predominante en la política de la crisis económica. Esto ocurrió en los países afectados por las crisis, como Corea del Sur, Indonesia, Tailandia y otros, pero además aquí se dio una lección global sobre la manera específica en que la democracia contribuye a ayudar a las víctimas del desastre, y sobre la necesidad de pensar no sólo en el "crecimiento con equidad" (el viejo lema coreano), sino también en la "caída con seguridad".
     Asimismo, la condena cultural de los prospectos de desarrollo en Ghana y otros países africanos es simplemente pesimismo apresurado con poco fundamento empírico.
Para empezar, no toma en cuenta lo rápido que muchos países —incluida Corea del Sur— han cambiado, en lugar de permanecer anclados a ciertos parámetros culturales fijos. Las verdades a medias y mal identificadas pueden ser terriblemente falaces.

INTERDEPENDENCIA Y APRENDIZAJE
     Si bien la cultura no opera en forma aislada respecto de otras influencias sociales, una vez que la colocamos en la compañía adecuada, puede ayudarnos a iluminar en gran medida nuestra comprensión del mundo, incluido el proceso de desarrollo y la naturaleza de nuestra identidad. Permítaseme referirme de nuevo a Corea del Sur, que tenía una sociedad mucho más educada y cultivada que la de Ghana en los años sesenta (cuando ambas economías le parecían a Huntington tan similares). El contraste, como ya se ha mencionado, era sustancialmente resultado de políticas públicas implementadas en Corea del Sur durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial.
     Sin duda, la política pública de posguerra en torno a la educación también estaba influida por rasgos culturales precedentes. Sorprendería que no existiera tal conexión. En una relación de sustento mutuo, la educación influye sobre la cultura justo como la cultura precedente tiene un efecto sobre las políticas educativas. Es de notarse, por ejemplo, que casi todo país en el mundo con una fuerte presencia de la tradición budista ha tendido a emprender un proceso generalizado de alfabetización y educación con cierto entusiasmo. Esto es así no sólo para el Japón y Corea, sino también para China, Tailandia y Sri Lanka. De hecho, incluso un país tan empobrecido como Birmania [Myanmar], con un espantoso registro de opresión política y abandono social, tiene un mayor índice de alfabetización que sus vecinos en el Subcontinente Hindú. Considerado desde un marco más amplio, es probable que haya aquí algo que investigar y de lo cual se pueda aprender.
     Sin embargo, es importante subrayar la naturaleza interactiva del proceso en el cual el contacto con otros países y el conocimiento generado por sus experiencias puede transformar la práctica. Sobran indicios para decir que cuando Corea decidió avanzar enérgicamente por medio de la educación al final de la Segunda Guerra Mundial, estaba influida no sólo por su interés cultural en la educación, sino también por una nueva comprensión del papel y la significación de aquélla, basada en las experiencias del Japón y el Occidente, incluido Estados Unidos.
     Las interrelaciones culturales, situadas dentro de un marco amplio, proporcionan en verdad una perspectiva útil para nuestro entendimiento. Esto contrasta tanto con el abandono total de la cultura (ejemplificado por algunos modelos económicos), como con el privilegio de la cultura en términos de aislamiento e inmovilidad (como se observa en algunos modelos sociales de determinismo cultural). Debemos ir más allá de ambas posturas e integrar el papel de la cultura a otros aspectos de nuestra vida.

LA GLOBALIZACION CULTURAL
     Ahora debo pasar a lo que parecería una consideración contradictoria. Cabe preguntar: al alabar la interacción entre los países y la influencia positiva de aprender de los otros, ¿no estoy desatendiendo la amenaza que las interrelaciones globales plantean a la integridad y la supervivencia de la cultura local? Es posible sostener que, en un mundo tan dominado por el "imperialismo" cultural de las metrópolis occidentales, sin duda la necesidad básica radica en fortalecer la resistencia, y no en darle la bienvenida a la influencia global.
     Permítaseme decir, en primer lugar, que no hay contradicción alguna. Aprender de los otros implica libertad y buen juicio, no estar abrumado y dominado por influencias externas sin tener otra opción, sin un espacio para ejercer la propia libertad y los deseos propios. La amenaza de verse avasallado por el poder superior del mercado de un Occidente opulento, que tiene una influencia asimétrica sobre casi todos los medios, trae a colación un asunto del todo distinto. En particular, no contradice de ninguna manera la importancia de aprender de los otros.
     Pero ¿cómo habríamos de considerar la invasión cultural global en sí misma como una amenaza a las culturas locales? Hay aquí dos cuestiones de particular relevancia. La primera se relaciona con la naturaleza de la cultura de mercado en general, ya que ésta es parte y parcela de la globalización económica. Aquellos que encuentran vulgares y empobrecedores los valores y las prioridades de una cultura relacionada con el mercado (muchos de quienes adoptan esta posición pertenecen al mismo Occidente) tienden a considerar la globalización económica como algo objetable en un nivel muy básico. La segunda cuestión tiene que ver con la asimetría de poder entre Occidente y otros países, y la posibilidad de que esta asimetría pueda llevar a la destrucción las culturas locales —una pérdida que podría empobrecer culturalmente a las sociedades no occidentales. Dado el constante bombardeo cultural que proviene en gran medida de las metrópolis occidentales (desde MTV hasta el Kentucky Fried Chicken), existe el temor genuino de que las tradiciones nativas puedan ahogarse en el estruendo.
     Las amenazas a las viejas culturas nativas en el mundo globalizado de hoy son, hasta cierto punto, inevitables. No es fácil resolver el problema deteniendo la globalización de los negocios y el comercio, pues las fuerzas del intercambio económico y la división del trabajo son difíciles de resistir en un mundo basado en la interacción. La globalización suscita, por supuesto, otros problemas también, y sus efectos en materia de distribución han recibido numerosas críticas recientemente. Por otra parte, resulta difícil negar que los negocios y el comercio globales puedan acarrear —como lo predijo Adam Smith— una mayor prosperidad económica para cada nación. El desafío consiste en obtener los beneficios de la globalización sobre una base participativa. Este asunto fundamentalmente económico (que he intentado abordar en otros lugares) no tiene por qué entretenernos, mas existe una cuestión relacionada con él dentro del campo de la cultura, a saber: ¿cómo incrementar las opciones reales —las libertades sustantivas— que tienen las personas a través del apoyo a las tradiciones culturales que quieran preservar? Esta preocupación no puede ser menos que capital en cualquier esfuerzo de desarrollo que traiga consigo transformaciones radicales en la forma de vida de las personas.
     En realidad, una respuesta natural al problema de la asimetría debe tomar la figura del fortalecimiento a las oportunidades de la cultura local, de manera que ésta sea capaz de defender lo suyo contra una invasión opresiva. Si los valores ajenos predominan gracias a un mayor control de los medios, sin duda una política de resistencia implica la ampliación de la infraestructura que corresponde a la cultura local, con el fin de que se presente la propia producción, tanto a nivel local como más allá de las fronteras. Ésta es una respuesta positiva, antes que una tentación —una tentación muy negativa— de proscribir la influencia exterior.
     En última instancia, la piedra de toque de ambas cuestiones debe ser la democracia. La necesidad de un proceso participativo de toma de decisiones sobre la clase de sociedad en que la gente quiere vivir, un proceso basado en la discusión abierta —con las oportunidades adecuadas para la expresión de posturas minoritarias—, debe ser un valor bien difundido. No podemos, de un lado, querer la democracia y, de otro, excluir ciertas opciones basándonos en argumentos tradicionalistas, por su "extranjería" (sin importar lo que la gente decida, de manera informada y reflexiva). La democracia no es consistente si las opciones de los ciudadanos quedan eliminadas por las autoridades políticas, por las instituciones religiosas o por los grandes guardianes del gusto, no importa qué tan indecorosa consideren la nueva predilección. La cultura local puede en verdad necesitar asistencia para competir en términos equitativos, y el respaldo a los gustos de las minorías frente a la embestida externa puede formar parte de la tarea democrática de abrir posibilidades, pero la prohibición de influencias culturales de otros países no es coherente con el compromiso adquirido con la democracia y la libertad.
     Existe también un asunto más delicado que se relaciona con esta cuestión y que nos lleva más allá de la preocupación inmediata por el bombardeo de la cultura de masas occidental. Dicho asunto tiene que ver con la forma en que nos vemos a nosotros mismos en el mundo —un mundo que se halla asimétricamente dominado por la preeminencia y el poderío occidentales. Por medio de un proceso dialéctico, esto puede derivar de hecho en la inclinación por una postura agresivamente "local" en el campo de la cultura, como una suerte de resistencia "valiente" frente al dominio occidental. En un notable ensayo titulado "What is a Muslim?" ["¿Qué es un musulmán?"], Akeel Bilgrami ha señalado que las relaciones antagónicas a menudo llevan a la gente a verse a sí misma como "el otro" —la identidad se define, así, a partir de una diferencia empática que la separa de los occidentales. Un dejo de esta "otredad" puede encontrarse en el surgimiento de numerosas definiciones que caracterizan el nacionalismo cultural o político, el dogmatismo religioso e incluso el fundamentalismo. Bajo su apariencia beligerante en contra de Occidente, estos planteamientos dependen, en realidad, de aquello que combaten —si bien en una forma negativa y opuesta. El verse a sí mismo como "el otro" no hace justicia a la propia libertad ni a la capacidad deliberativa. Este problema también se debe tratar de una manera que sea coherente con los valores y la práctica democráticos, si éstos han de ser considerados prioritarios. La "solución" al problema que diagnostica Bilgrami no puede radicar en la "prohibición" de ninguna opinión particular, sino en la discusión pública que clarifica e ilumina la posibilidad de ser privado de la propia autonomía.
     Finalmente, mencionaré que una preocupación específica que aún no he abordado surge de la creencia —a menudo implícita— de que cada país o colectividad debe mantenerse fiel a su "propia cultura", sin importar qué tan atractivas resulten las "culturas extranjeras" para los habitantes. Esta posición fundamentalista no sólo impone la necesidad de rechazar la introducción de los McDonald's y los concursos de belleza en el mundo no occidental, sino que también impide gozar de Shakespeare, del ballet y hasta de los partidos de críquet. Es obvio que esta posición, conservadora en extremo, ha de chocar con la función y la aceptación de las decisiones democráticas, y no necesito reiterar lo que ya he dicho sobre el conflicto entre la democracia y el privilegio arbitrario de cualquier práctica. Pero he de señalar que dicha postura también trae a colación una cuestión filosófica sobre la catalogación de las culturas respecto de la cual Rabindranath Tagore, el poeta, ya había lanzado una advertencia.
     Dicha cuestión se refiere a la disyuntiva entre definir la propia cultura a partir del origen geográfico de una práctica, o bien a partir del uso y disfrute manifiesto de esa actividad. Tagore (1928) mantenía, con gran fortaleza, una postura contraria a la catalogación regional:

Cualquier producto humano que comprendemos y disfrutamos se convierte al instante en nuestro, dondequiera que tenga su origen. Estoy orgulloso de mi humanidad cuando puedo reconocer a los poetas y los artistas de otros países como míos. Que se me consienta sentir con un júbilo prístino que todas las glorias del hombre son mías. -

Traducción de Marianela Santoveña

Estos fragmentos corresponden al capítulo "How Does Culture Matter?", publicado originalmente en el libro Culture and Public Action / The International Bank for Reconstruction and Development, Stanford University Press, 2004. La presente traducción es responsabilidad de Letras Libres. En caso de discrepancias con la versión original, esta última se tomará por definitiva. Los datos, interpretaciones y conclusiones aquí expresados no necesariamente reflejan el punto de vista del Directorio Ejecutivo del Banco Mundial, o de los gobiernos que representa. El Banco Mundial no garantiza la exactitud de los datos incluidos en este trabajo.